Mi costa costa USA (en plan kistch)

miquel-silvestre

Curveando
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Bueno, pues vamos a ello. Como veo que hay interés por las anécdotas históricas y los datos extravagantes, voy a relatar poco a poco mi viaje por los Estados Unidos pero siguiendo la estela de descubridores españoles, presencias alienígenas y personajes excéntricos.

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Comenzemos por el principio, por la Península de La Florida, descubierta por Ponce de León en el siglo XVI mientras buscaba con estúpida tenacidad la fuente de la eterna juventud, o sea, El Dorado. Según los historiadores más deslenguados, su propósito era remediar la impotentia coeundi que padecía. Eran tiempos duros para la disfunción eréctil; la viagra se sintetizaba pulverizando los cuernos de los rinocerontes. Y como en América no hay tales bichos, lo que encontró el hidalgo castellano fue un paraíso para los jubilados yanquis y las sillas de ruedas eléctricas. Luego se la vendimos a los gringos en 1821 para superar otra de nuestras crisis, bancarrotas o desastres económicos, modernamente llamados “desaceleraciones”. Pero antes de eso, los españoles fundarían allí la ciudad más antigua de Norteamérica: San Agustín, con su imponente fuerte amurallado que vigila la desembocadura del río San Sebastián con unos viejos cañones que los turistas adoran.

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La carretera que van en dirección norte por fin da algo más que los siete carriles rellenos de gigantescos todoterrenos. A dos dólares el galón de super, qué se joda el planeta. Es una agradable carretera estrecha que circula paralela a la costa. Paso por delante de las típicas casas de playa yanquis y de los enormes complejos turísticos. Me cruzo con  infinidad de motos cuyos pilotos no llevan casco. Es legal en casi todo el país. Cruzo bosques y lagos y por fin parece un río enorme. El San Sebastián. En la orilla más alejada hay un viejo fortín español convertido en monumento nacional. El Fuerte Matanzas sirvió de exitoso baluarte defensivo contra los indios, los franceses, los ingleses y los norteamericanos. Contra lo que no podía defender era contra el calor, las enfermedades tropicales y los mosquitos que diezmaron a los desgraciados que no tenían dinero bastante para redimir su suerte y fueron a morir a las colonias de un imperio renqueante. Cuba, Filipinas, Florida o Puerto Rico. La vida en nombre de unos reyes que vendían ultramar cuando se les terminaba el crédito en los casinos.

“Soldadito español,
soldadito valiente,
la alegría del sol,
fue besarte en la frente”

Fuerte Matanzas es el preludio de San Agustín, la primera ciudad fundada en los Estados Unidos. Y lo hizo un asturiano. Con un par. Mucho antes de Fernando Alonso ya tenía Asturias adelantados por esos mundos de Dios llenos de extranjeros y de infieles que no beben sidra ni comen fabes. Pedro Menéndez de Avilés era un verdadero monstruo. Un campeón de Fórmula 1 se queda en nada ante semejante aventurero del siglo XVI. Corsario contra los franceses, caballero de la Orden de Santiago con rango de comendador, nueve veces capitán general de la Flota de Indias e incluso preso por una pequeña defraudación de impuestos a la importación. Hizo de todo y lo hizo bien. Murió en Santander en 1577. Una lástima, porque si llega a estar vivo en 1588, cuando lo de la Invencible, en Liverpool hablarían hoy castellano, serían católicos como Dios manda y los Beatles hubieran puesto de moda la rumba pop.
Para entrar en la ciudad vieja de St Agustin hay que atravesar el río San Sebastián cruzando un puente que se levanta como un ascensor para dejar pasar los barcos. El español Fuerte Moses es impresionante. Domina la bahía con sus cañones y debió ser un dolor de cabeza para franceses e ingleses. Hoy, una legión de turistas y curiosos que pagan seis dólares invaden la fortaleza. Hay unas recreaciones bastante curiosas. El español que hablan en los vídeos es sudamericano y unos actores visten trajes de época sacados de algún cuento nórdico de los hermanos Grimm. La parte vieja de la ciudad, llamada Antigua u Old Town, tiene calles con nombres españoles: Cádiz, Córdoba, Avilés. De hecho, hay un mural regalado por la ciudad asturiana como signo de amistad que nadie sabe qué demonios hace allí ni quien lo trajo. Uno de los edificios punteros es una horrenda copia de la Alambra. Se supone que este engendro urbano representa la herencia española de la que tan orgullosos están.

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Pero Florida no es solo un estado de la Unión famoso por sus caimanes, los cayos, el exilio cubano de Miami, sus pálidos jubilados en silla de ruedas eléctrica, por los indios seminolas y por la proliferación de mega parques de atracciones. Florida es un estado de obligada visita para cualquier español que visite USA porque en ese surrealista terruperio tropical, horriblemente caluroso, se encuentra una absurda y surrealista joya cultural: la sede del museo de Salvador Dalí más importante en número y cantidad de piezas fuera de España.

Me encontraba en Miami, donde iba a iniciar mi viaje de costa a costa en moto, cuando leyendo una guía turística me enteré de la existencia de semejante prodigio. Como genuino admirador del trío de ampurdaneses universales: Pla, Dalí y Boadella, no podía dejar pasar la oportunidad de visitar aquel misterioso museo del que nunca había oído hablar en mis peregrinaciones a Figueres, Port Lligat o el Castillo de Pubol, excéntrico regalo de Dalí a Gala, aunque con la condición de sólo poder entrar bajo invitación expresa de su gélida mujer. ¿Cómo era posible que en una región tan hortera, húmeda y yanqui, repleta de pantanos y cantantes latinos pudieran estar depositadas más dos mil obras maestras del pintor surrealista por antonomasia, capaces de atraer 200.000 visitantes al año, casi tantos como el Disneyworld de Orlando?

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La pequeña St Petersburg, al sur de Tampa, está en la costa oeste de la península y suponía apartarme de mi ruta norte hasta Daytona Beach. Atravesé la reserva india de Big Cipress y el Parque Nacional de Everglades para llegar a los horribles Naples, Charlotte, Sarasotta y St Petersburg por la interestatal 75 de seis carriles. Pero St Petersburg resultó un lugar bastante más humano y habitable de lo que me esperaba. De reducido tamaño aloja algunas facultades de la universidad de Sur de Florida que aportan savia nueva a la geriátrica sociedad local. En el centro, cerca del puerto deportivo, hay un acogedor hotelito llamado Ponce de León con un conserje cubano muy amable que recibe con alegría sincera a cualquier español.

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El museo está en el 1000 de la Calle Tercera. Allí me enteré de su surrealista origen. Poco después de llegar a Estados Unidos huyendo de la guerra en Europa, el matrimonio Gala Dalí conoció a Eleanor Morse, señora de A. Reynolds Morse, un riquísimo industrial de Cleveland. Eleanor quedó prendada del surrealismo pictórico del español y ahí comenzó una gran amistad cimentada sobre los dólares del sr. Morse. En 1943, Eleanor compraría el primer cuadro, al que seguirían dos mil. Al principio, los colgaba en las paredes de su casa, hasta que la mansión se quedó pequeña. Entonces convenció a su marido para que le cediera una planta entera de su edificio de oficinas. La colección Morse, acabó abriéndose al público en 1972.

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Los impuestos de sucesiones en Ohio son altos. El único hijo de los Morse no sabía muy bien qué hacer con esa herencia artística pues los padres ponían una condición: la colección permanecería unida. El heredero resolvió donar los cuadros y quedarse los negocios de papá. Pero los museos sólo aceptaban recibir obras escogidas, no el lote completo. Entonces surge la idea de poner un anuncio en el Wall Street Journal. Algo así como “Se busca sede permanente para la mayor colección privada de un genio del surrealismo”.  En St Petersburg lo leyeron y ahí comenzó la historia de un museo que abrió sus puertas en 1982.

La colección, en todo caso, es notable. Hay incluso piezas de un Dalí de diez y doce años que descubren un gran artista en ciernes. La visita guiada resulta deliciosa. Es una entretenida explicación en diez minutos de surrealismo para tontos. Los visitantes visten bermudas y camisas floreadas y lanzan exclamaciones cada vez que la guía les señala algún truco óptico. Los trampantojos ocultos y los guiños de ilusionista son lo que más les gusta, como cuando descubren el rostro de Manolete escondido en una sucesión interminable de bustos de la Venus de Milo en el cuadro más importante de la exposición, el más grande y el más caro. Estos juegos de prestidigitador les encantan de verdad, son como un preludio cultural del vértigo que van a buscar justo después en Orlando, capital de los megaparques de atracciones.

Originalmente publicado en ABC

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buenas, miquel.
recuerdo la historia de ese museo, y es que creo que fue en un programa de callejeros donde hicieron un visita comentándolo como lo que es, algo inesperado y sorprendente. te aporto un pequeño apunte más sobre la historia del mismo.

[media]http://www.youtube.com/watch?v=Sqkyo6Jbp2g[/media]

y tanto o más sorprendente que la historia del museo son las que has comentado junto a ésta. me gusta esa mezcla de pasado-presente de tus cuentos  ;)
 
Gracias por el vídeo, Edmon, y por tus amables palabras. Interesante la filmación. En cuanto a Callejeros, no lo había visto. No es por atribuirme un copyright, pero la fecha de publicación en ABC de mi artículo es nada menos que del 2008; hasta entonces, y es lo más asombroso de todo, no había casi nada publicado en España sobre el museo. Y lo más grave de todo es que en la Fundación Gala Dalí no se hace ninguna referencia a la existencia de este museo.

Pero esto no es lo único que no recordamos de nuestra huella en USA. Iremos descubriendo más cosas a lo largo de mi recorrido americano.
 
Coño, me repito. Pido disculpas porque acabo de comprobar que gran parte de mi costa a costa ya lo conté aquí. Lo había olvidado. En fin, aquí están los episodios de Graceland y Roswell, muy kistch ellos.

http://www.bmwmotos.com/cgi-bin/yabb2.4/YaBB.pl?num=1275918287/0

ya estaba lo del Museo Dalí, aunque no lo de Avilés. En este post también mencioné la hazaña de Juan Bautista de Anza y el descubrimiento del Gran Cañón por miembros de la expedición de Vázquez de Coronado, pero añadiré algunos detalles que omití entonces.


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Después de abandonar el mágico desierto del Big Bend dejé atrás las pequeñas localidades texanas de Alpine, Fort Davies y Pecos. Circulando entre pozos petrolíferos que parecían martillear el suelo entré en el estado de Nuevo México, árido territorio que una vez fue la provincia española de Sonora. Por la estatal 285 atravesé Loving, pueblo feo de precioso nombre. Me detuve en Carlsbad para tomar un burrito mexicano y beber algo de agua que diluyese el polvo del camino depositado en mi garganta. Hice noche en Roswell, donde aseguran se estrelló un ovni en 1947. Se dice que el Ejército silenció el suceso y ocultó la grabación de la autopsia alienígena que circula libremente por Youtube. Como no podía ser de otro modo, los habitantes de la localidad han hecho pingüe negocio de la leyenda urbana. Pero si hay marcianos en Nuevo México, son de carne y hueso.

Salí en dirección oeste por la 70 en dirección a un lugar de curioso nombre: Picacho, como el personaje de dibujos animados japoneses. Sobre las montañas pobladas de coníferas hacía un frío polar a pesar del sol. Era la reserva de los indios apaches mescaleros. Al descender apareció una llanura de arena blanca que parecía nieve. Era el Parque Nacional de White Sands y Alamogordo, donde ensayaron las humanitarias bombas atómicas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. Los carteles advertían del peligro de radiación. Otros eran casi más inquietantes: «prohibido recoger autoestopistas, prisión en las cercanías».

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Al atardecer llegué a Las Cruces, ciudad sobre una altiplanicie. Cordilleras abruptas y peladas se elevaban al Sur. Al día siguiente dejé atrás El Paso y volví a coger la interestatal 10. En Deming me desvié hacia el Sur buscando calor. El territorio es desolado, amarillo, reseco. Sólo hay vacas y los coches verdes de la Policía de frontera. Me crucé una cuadrilla de vaqueros recogiendo ganado; llevaban con ellos un perro de tres patas. En Hachitas paré a repostar. Un mexicano me contó que la maestra les pegaba cuando hablaban español. Casi en la linde con México, aparece Columbus, un poblado diminuto que vivió su momento de fama cuando Pancho Villa realizó en 1916 una de sus correrías. La incursión le traería la muerte. Los estadounidenses organizaron una partida de caza que se pasó por el forro la soberanía mexicana. Las fotos de su cadáver, tendido semidesnudo en una camilla, recuerdan a las del Che Guevara muerto en Bolivia.

Entré en Arizona a través del Bosque Nacional del Coronado. Poco a poco, la carretera se convirtió en una pista sin asfaltar que sube por la falda de una montaña empinada. Los carteles anunciaban que eran 19 millas de rough road. Ascendí hasta los 7.500 pies por una senda pedregosa y escarpada que a veces se transformó en espeso barrizal. Después de dos horas de conducción enduro desembocamos en una senda amarilla que al poco nos llevó hasta el asfalto. Ya no sentía el frío. Desde la planicie de Nuevo México y tras esta última montaña, el descenso ha sido continuo. Estaba mucho más próximo al nivel del mar y el termómetro me daba un respiro.

En el sur del estado está la ciudad de Tombstone y luego Tucson. Son nombres que recuerdan las películas sobre la conquista del Oeste. Pero para cuando John Wayne se fijó en esa epopeya, el Oeste ya lo habían conquistado los españoles con menos colts y más agallas. El verdadero conquistador de estas salvajes tierras fue Juan Bautista de Anza, quien nació en 1763 en el actual México, cerca de Arizpe. Anza fue el primer blanco que consiguiera penetrar por vía terrestre desde el sur de Arizona hasta el Océano Pacífico, en la Alta California, en una odisea de 1.200 kilómetros que ríete tú de la Anábasis de Jenofonte y sus 10.000 griegos por Persia. Por lo menos los yanquis le han reconocido la gesta a través del Anza Trail.

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No es para menos. Con 24 años, Anza ya era capitán. Ambicioso y sabedor de que hasta la Alta California sólo existía una ruta por mar, en 1774 marchó con 20 soldados, 3 curas y 140 caballos a través de un pelado e ignoto desierto, territorio de los indios yuma y de las serpientes de cascabel. Este arenoso e infinito páramo se llama hoy de Anza-Borrego y es un parque estatal. Tras grandes penalidades y trabajos, el capitán español llegaría con todos sus hombres hasta las costas de Monterrey. En una segunda expedición llegaría hasta el corazón de esa gran la bahía que él llamó de San Francisco, que sin duda se hubiera llamado de San Javier si Carlos III no hubiera expulsado a los jesuitas, ocupando los franciscanos su lugar en las misiones.

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Al norte del estado está uno de los lugares más increíbles del planeta. Un hachazo telúrico en la piel del desierto abierto por un diminuto río. La sensación de pequeñez que embarga al viajero al asomarse al cráter sin fin del Gran Cañón sólo es comparable a cuando en la soledad de la noche uno se para a pensar en el infinito y la eternidad. No hay dimensiones humanas en el Gran Cañón, es como una inmensa broma jugada a los hombres para que se sepan débiles y mortales. De nuevo, los españoles les tomaron la delantera a los meapilas puritanos del Mayflower. El primer europeo en ver semejante maravilla geológica en 1540 fue el suboficial García López de Cárdenas, adelantado de la expedición de Francisco Vázquez de Coronado, cuyo grueso llegaría hasta Kansas. Como premio por el descubrimiento, y por no haber podido cruzar el cañón, obtuvieron un flamante consejo de guerra.

De Sedona dicen que es el lugar más bello de Norteamérica. Después de visitarlo no me parece una exageración. El camino hasta el pueblo atraviesa un bosque tupido, desciende abruptamente por unas curvas de montaña y termina siguiendo el curso de un riachuelo agitado. Los luminosos colores dorados del otoño alegran el ánimo del viajero. Las montañas rojas y los senderos arcillosos han atraído desde antiguo toda clase de artistas, iluminados y neohippies.

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Sedona está lleno de pirados zen. En el motel, la recepcionista se hace llamar reverenda Kate. Tiene su propio culto ecléctico y se dedica a matrimoniar gente en estos extraordinarios parajes. Cené en el Cowboy Club aperitivos de serpiente de cascabel, hamburguesa de búfalo y cerveza de grifo local. La serpiente es como dados de pollo empanado. La hamburguesa me la recomiendan poco hecha y resulta deliciosa. Pero como es habitual por aquí, la cerveza no tiene gas ni alcohol. Hay que aguantarse. El vino tinto no estará disponible hasta que llegue a California.
 
66627A7E6E67267862677D6E787F796E0B0 dijo:
(...) Iremos descubriendo más cosas a lo largo de mi recorrido americano...

Será un placer leerlas a poco que se parezcan a lo anterior en calidad, cosa de la que no tengo ninguna duda. Y desde luego, tomo muy buena nota del museo Salvador Dalí en St. Petersburg, será visita irrenunciable si algún día tengo la suerte de visitar Florida...
 
Re: Mi costa costa USA (en plan histórico kistch)

De Florida a California pasando por la provincia de Sonora. Frente al Pacífico, os ofrezco el relato de como sembramos la Alta California de misiones que hoy se pueden visitar en una de las más interesantes rutas que se puedan hacer por aquellas tierras.


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En la pequeña ciudad californiana de San Juan Bautista permanece la recreación de un pueblo del siglo XIX con su hotel, su saloon y su cuartel. Sobre estos edificios, destaca contra el azul del cielo la blanca pared de una iglesia. En el extremo tiene un campanario encalado con tres campanas de bronce y una cruz en la cúspide. Anejo hay un silencioso cementerio. A lo largo de la fachada principal se estira un porche cubierto que ofrece sombra en el tórrido verano. A la entrada, escucho hablar en castellano. El acento no es mejicano, tan frecuente en esta zona. Es español de España. Una pareja y una chica joven caminan delante de mí. Es un matrimonio de Madrid. Han venido a visitar a su hija, bióloga con una beca de investigación en la universidad de Stanford. Ellos también están visitando las misiones españolas. Sinceramente admirados, reconocen que desconocían que España hubiera dejado semejante huella en este estado de la unión tan famoso por las películas, el surf y su peculiar gobernador anabolizado. Pocos españoles recuerdan que viajar por California es hacerlo por su propio pasado.

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La conquista de las Californias (alta, media y baja) se debe por igual a frailes y soldados. La costa oeste ya se había recorrido hasta Alaska por barcos españoles que zarpaban desde puertos mexicanos, pero el agreste interior estuvo prácticamente sin hollar hasta la expedición de Baltasar de Portolá en 1768, quien al año siguiente divisaría una gran bahía natural que hasta entonces los navíos habían pasado de largo. Ninguno descubrió la estrecha entrada que hoy cruza el Golden Gate, hasta que el San Carlos de Juan de Ayala penetró en su interior en 1775. La bahía por fin recibiría su nombre el 28 de marzo de 1776 cuando arribó por tierra el legendario explorador Juan Bautista de Anza.

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Hijo de un militar español asesinado por los apaches, Juan Bautista de Anza con 24 años ya era capitán. Destacado en lo que hoy es Arizona, solicitó permiso al virrey de Nueva España para intentar una vía terrestre hasta California. En 1774 marchó con 20 soldados, 3 curas y 140 caballos a través de un ignoto desierto, territorio de los indios yuma y de las serpientes de cascabel. Este páramo se llama hoy de Anza-Borrego y es un parque estatal. Tras grandes penalidades, llegaría hasta las costas de Monterrey. España pretendía entonces reforzar su presencia en Alta California para frenar el avance ruso desde Alaska y le concedió permiso para una segunda expedición que esta vez llegaría hasta el corazón de esa gran la bahía que el llamó de San Francisco.
Probablemente, se hubiera llamado de San Javier o de San Ignacio si Carlos III no hubiera expulsado de todo su reino a los jesuitas en 1767. Los franciscanos, más colaboradores y menos díscolos con el poder terrenal, ocuparon su lugar. Entre estos estaba Fray Junípero Serra, quien fundó nueve misiones siguiendo el ejemplo de las mexicanas. En total hay veintiuna misiones, repartidas a lo largo de 996 kilómetros de lo que se conoce como el Camino Real. Una de otra dista unas 30 millas, o lo que es lo mismo, un día de caballo. Visitarlas supone una fenomenal experiencia pues la senda discurre por grandiosos paisajes de áridos desiertos, blancas playas y los valles más fértiles.

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La imagen que tenemos de estas instalaciones religiosas y civiles la ofreció la película La Misión, en la que los jesuitas se aliaron con los indios guaraníes para combatir a los portugueses. Pero las misiones franciscanas tienen otra fisonomía. Construidas con adobe encalado, el edificio principal es siempre una iglesia de tejado a dos aguas y alta fachada de la cual salen unos pabellones anejos de una sola planta que forman un claustro con jardín en cuyo centro borbotea una fuente. Frescas y silenciosas, ofrecían reposo para la educación y cuidado de los nativos, refugio para la oración y sede para la gestión administrativa de la agricultura y la ganadería. Secularizadas en 1834 por el Gobierno Mexicano, se convirtieron en propiedad estatal y entraron en una imparable decadencia.

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Por desidia, saqueos o por la inestabilidad sísmica, las misiones quedaron totalmente arruinadas a principios del siglo XX sin que a nadie pareciera importarles. Salvo a William Randolph Hearst, Ciudadano Kane, quien se construyó un delirante castillo en las inmediaciones de la misión de San Antonio de Padua.

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En cualquier caso, las misiones, engullidas por la expansión urbanística, fueron devueltas a los franciscanos a mediados del siglo XX. Actualmente, todas están perfectamente restauradas y devueltas al culto.

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La última y más septentrional es la de San Francisco Solano, fundada por el padre Altimira, quien convirtió muchos indios Miwoks para lo que parecía una prometedora carrera misionera. Pero pronto se granjeó el resentimiento indígena por la facilidad con la que recetaba látigo y jarabe de palo. Temiendo un levantamiento, se refugió en la misión de Buenaventura.

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En 1828 regresó a España sin pena ni gloria. Sin embargo, antes de su marcha, le había hecho a California un valiosísimo regalo. Fue él quien ordenó plantar en 1825 las primeras vides en el valle de Sonoma, hoy mundialmente famoso por sus vinos.

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Publicado originalmente en ABC

http://www.abc.es/20090726/vivir-vi...lifornia-misiones-espanolas-200907261141.html
 
Miquel, te lo digo totalmente en serio:

Te has planteado escribir un libro sobre tus andanzas moteras ?

;)
 
Mbereng3, tendré en cuenta la sugerencia, gracias. Podría ser divertido escribirlo, aunque no sé si lo sería tanto leerlo. Hay experiencias casi intraducibles a palabras y esas son las más valiosas.

Seguiré mientras tanto con mi recorrido yanqui. Esta vez abandono lo histórico y me meto de lleno en lo kistch. Como ya sabréis, San Francisco es la ciudad gay por excelencia. Yo soy bastante heterosexual además de bruto, pero en cuanto me enteré de la existencia de un grupo de lesbianas motoristas quise conocerlas y montar con ellas. Algunos me dijeron que sería una locura, que se mostrarían bordes, que tal y que cual. Debo decir que hubo algún recelo inicial pero que superado el primer momento, la experiencia de montar con ellas fue cojonuda. He aquí el relato de la experiencia.


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Dyke: tortillera f (argot). Definición del
diccionario Inglés Español Oxford University
Press 2005.
Conocí a las Dykes on Bikes mientras cruzaba los Estados Unidos en moto de costa a costa. No fue difícil topar con ellas al llegar a San Francisco; en la ciudad con la comunidad homosexual más importante e influyente del mundo, este activo grupo de lesbianas es una institución. No en vano, fundado en 1976, el club abre el desfile del
más famoso y antiguo Orgullo en una parada colorista, rugiente, desenfadada y con olor a gasolina.

San Francisco es húmedo. La inmensa bahía fabrica espesas brumas que desde las montañas circundantes se deslizan lentamente hacia el mar. Sin embargo, el domingo se levantó despejado. Un buen día para montar en moto. A las diez y media me presenté en el Spike´s Café, sito en el barrio de Castro, territorio homosexual por antonomasia en Estados Unidos. En las ventanas se podían ver banderolas del arco iris y carteles reclamando el voto negativo para la proposición ocho. Sandy Caughlan, la presidenta, me recibió afablemente y me fue presentando. En apariencia era un grupo variopinto de mujeres sin más denominador común que
montar en motocicleta.Y había algunas bastante potentes, como una KTM Adventure o una Harley Davidson Fat Boy.

Tras unos cafés arrancamos. Sorteando el tráfico matutino fuimos hasta una bolera en Rockaway Beach, playa conocida por una canción de «Los Ramones». Las boleras son lugares de encuentro típicamente americanos. Hoy no están tan de moda como en los cincuenta, pero todavía atraen a bastante
público.A nuestro alrededor, grupos de amigos comían pizza y lanzaban con una pericia sorprendente. El repetitivo sonido de los choques tenía un algo hipnótico. Entre lanzamiento y lanzamiento me comentaron que el grupo se fundó como una reunión informal de lesbianas amantes de las motos. Nunca pudieron imaginar que llegarían a ser un club estable con numerosas sucursales dentro y fuera de Norteamérica. Hoy hay franquicias asociadas en ciudades estadounidenses como Phoenix, Dallas, Atlanta, Detroit, Portland o Pittsburgh, así como en países tan dispares
como Canadá, Australia, Polonia y Gran Bretaña.

«1976, debían ser tiempos duros», comenté. «Todos lo son», confirmaron sin perder la sonrisa, «aunque hoy en San Francisco nadie se ofende». Entendí lo que decían. Tras recorrerla a fondo, me he dado cuenta de que California, al menos la franja costera, es muy diferente al resto del país. Se respira un ambiente liberal y abierto imposible de vivir
en Texas o Alabama. En California hay menos iglesias, todo terrenos de ocho cilindros, carteles de apoyo a las tropas y banderas de barras y estrellas. El patriotismo religioso que tanto abunda en el Medio Oeste no se percibe entre los
californianos de la costa, los llamados «Beach people». Sin embargo, el interior del estado más populoso de la Unión mantiene una ideología conservadora y rural.

La polémica propuesta 8 salió adelante en referéndum.
«¿En qué consiste exactamente la propuesta 8?», pregunté. Me explicaron que lo que se planteó en la votación era aprobar ono una modificación de la Constitución estatal
que prohibiera expresamente los matrimonios entre personas del mismo sexo. Fue un movimiento más religioso que político después de que el Tribunal Supremo californiano
dictaminara su legalidad hace unos años. «Pero es una modificación ilegal», aseguraron; «los cambios constitucionales exigen ser aprobados por una mayoría de dos tercios en la asamblea legislativa y eso no ha sucedido. No se han cumplido los procedimientos».

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Yo tenía entendidoque en argot Dyke era insultante. «Ya no», aseveran. «Lesbiana es muy genérico, pero yo soy una tía dura, una luchadora.Yo soy una Dyke», precisa orgullosa Zach, dueña de una potente Harley. Zach es joven. Lleva la cabeza rapada, tatuajes moteros y gasta unos bonitos ojos azules. Su pareja es más mayor y es madre. Ha perdido un hijo en Irak. Está orgullosa del trabajo que hacía y por el
que dio la vida, pero quiere que la guerra se acabe. Su otra hija también es lesbiana y se casó antes del referéndum. Su matrimonio seguirá siendo válido, al menos en California. En
otros estados no le reconocen efectos legales. Tampoco a la adopción de doble vínculo. Si los adoptantes se mudan a
otro estado, uno de ellos perderá la relación parental. Los conflictos de leyes entre unas y otras jurisdicciones se prevén fenomenales.

Sigo lanzando la bola y haciendo el ridículo. Se ríen sin malicia de mí y me aplauden cuando por pura casualidad golpeo un bolo. Son mujeres alegres, expresivas, incluso un poco payasas como puede serlo el americano medio cuando
se relaja. Les pregunto por la monogamia. No lo tienen muy claro, se unen en parejas estables pero la exclusividad no
es una regla fija.

Terminada la partida, salimos a dar una vuelta. Enfilamos la revirada Highway 1 en dirección sur. Sobre el Océano Pacífico, el sol del atardecer refulgía a nuestra derecha. En Halfmoon Bay torcimos a la izquierda y comenzamos una empinada subida hacia las boscosas colinas que rodean la Bahía de San Francisco. La KTM de Kelly comanda la expedición y marca un fuerte ritmo. Algunas curvas tienen gravilla desprendida de las laderas. Estas tías saben
conducir, pienso mientras retuerzo el acelerador
para no perderlas de vista.Tras recorrer una espesa y rojiza floresta de altísimas coníferas llegamos hasta el cruce donde está Alice Restaurant, en SkylineBoulevard, punto de encuentro de los moteros locales.

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Los fines de semana hay cientos de motos aparcadas. Al apearnos, unos tíos se acercan a curiosear atraídos por
lo exótico de nuestro grupo. Se sorprenden cuando al husmear descubren mi matrícula de Florida. Cruzar el país es una proeza de resistencia y ellos lo saben. La mayoría de
los norteamericanos jamás lo ha hecho. Estos fulanos son sólo un par de presuntuosos domingueros que sacan la «burra» cuando hace sol para lucir mono de cuero. Kelly les explica que soy un amigo español que llevo cincuenta días recorriendo Norteamérica y que ya he hecho más de siete mil millas desde Miami. Hay algo de orgullo en su tono. Es como si las Dykes ya me hubieran adoptado. «Sí», confirmo riendo y pasándole una mano por los hombros, «pero ellas ruedan mucho más deprisa». Los tíos
duros del cuero ya no se divierten tanto. La risa se les ha congelado en la cara. Vinieron a por lana y salieron trasquilados. Es lo que tiene toparse con las Dykes on Bikes sin tomarlas en serio. Algo parecido les sucedió a los distintos funcionarios y abogados que intentaron impedir que las Dykes registraran su nombre. Para ello llegaron hasta el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en una
batalla legal sin precedentes en la historia
procesal de Norteamérica.

En 2003 se enteraron de que una mujer de Wisconsin intentaba registrar la marca Dykes on Bikes para vender ropa. Acudieron a las instituciones mercantiles de San
Francisco para registrarla como nombre de una comunidad no lucrativa. En principio no hubo problemas. Sin embargo, meses después se revisó de oficio la decisión. La autoridad
mercantil denegó el registro por entender que «Dyke» era ofensivo para las lesbianas. Iniciaron entonces una dura pugna jurídica para demostrar que Dyke no es vulgar
ni vejatorio. Presentaron veintiséis expertos y una definición del diccionario webster de 1913. Tras un cambio de su equipo
de abogados y después de un período de información pública, se autorizó el nombre. La decisión volvió a ser apelada pero la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos
declaró que el término Dykes no es ofensivo. Un abogado conservador recurrió la decisión ante el Tribunal Supremo porque la marca Dykes on Bikes le parecía denigrante, no para las lesbianas, pero sí para los hombres. El alto tribunal rechazó semejante argumentación. Hoy las Bikes on Dykes de San Francisco son las legítimas y únicas propietarias de su nombre y ruedan orgullosas por las carreteras californianas.

Publicado originalmente en el suplemento dominical de La Nueva España (Asturias) el 12 de abril del 2009
 
De verdad Miquel!que es un gustazo y una experiencia leer tus relatos...y yo que me compraba el "Solo moto30"por los relatos!!...cuando tenemos en el foro a gente como tu. :)
 
Gracias, Primo. Cada uno tiene su estilo, yo no doy muchos datos sobre la ruta y los paisajes porque me quedo embobado con estas otras chorradas. Me alegro de que a algunos os gusten.
 
0D0C0B0E620 dijo:
De verdad Miquel!que es un gustazo y una experiencia leer tus relatos...y yo que me compraba el "Solo moto30"por los relatos!!...cuando tenemos en el foro a gente como tu. :)

Totalmente de acuerdo, es todo un gustazo.
Yo tambien compraba revistas como el Solo Moto 30 por los relatos, pero nada que ver con los lujazos que tenemos por aquí.
 
Miquel, enhorabuena y muchas gracias por tus relatos tan gráficos y vívidos. Gracias a ellos y a los de otros compañeros (McBauman, JorGeTaC, etc.), los moteros de "bajura" podemos acceder a vivencias y aventuras inaccesibles para nosotros. Un saludo
 
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