Qué complicado es contenerse sobre la moto. Esa máquina que no solo responde a nuestras órdenes, sino que se convierte en una extensión del cuerpo, de los sentidos… del alma. A medida que perfeccionamos la técnica, que afinamos el cuerpo y la mente para fundirnos con la moto, algo curioso empieza a suceder: cuanto más control tenemos sobre la máquina, menos control parece que tengamos sobre nosotros mismos.
Sí, hablamos del ego. Ese impulso que te hace adelantar aunque no sea necesario, que te susurra que puedes tumbar un poco más, que te convence de que tú sí puedes, aunque todo te diga que es mejor levantar la mano y dejar pasar.
Porque el verdadero dominio, el que de verdad cuesta y se entrena con años y kilómetros, no es el dominio de la moto. Es el dominio del ego motero.
Cada uno de nosotros podría contar alguna historia en la que, por orgullo, por impulso o por no querer ser menos, hizo algo que después reconoció como un error. Y eso es lo más importante: reconocerlo. No buscar culpables, no justificarse, no echarle la culpa al tráfico, al asfalto o al ritmo del grupo. Admitir que te equivocaste, aprender del hecho, y comprometerte contigo mismo a hacerlo mejor la próxima vez.
Eso, y no otra cosa, es lo que tal vez algunos llaman su "ángel de la guarda motero". Esa voz interior que te dice: “hoy no toca, hoy mejor relajarse”, o incluso “da media vuelta, vuelve al parking y vete a almorzar”. Con tu ángel. O con suerte, con tu "angelita", que también sabe más que tú en más de una ocasión.
A veces confundimos experiencia con edad. Pero no es lo mismo. Hay quien lleva décadas subido a una moto y nunca ha mirado hacia dentro. Y hay quien, con menos tiempo, ya ha entendido lo esencial: que dominar el ego es el principio de todo. De disfrutar, de crecer, de seguir sumando kilómetros con sentido y con cabeza.
Erramos. Erramos mucho. Pero también aprendemos. Y ese aprendizaje, repetido una y otra vez, se convierte en una especie de sensor invisible que anticipa lo que puede pasar. A veces, eso basta para salvarte.
Así que sí, pongámosle una vela al ángel. Y otra a la conciencia. Porque el mejor escudo que tenemos no es la última chaqueta con protecciones de titanio, ni la electrónica de última generación. Es esa capacidad de mirar hacia dentro y decir: hoy, mando yo. No mi ego.
Por Ricargo Egea, Montecristo en el foro
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