Despertaferro
Curveando
CAPÍTULO I
(Un superhéroe en estado embrionario, y el nacimiento de la primera mascota)
Jacinto Estan Camino, Jacin para los íntimos (dos, su perro Lucero y el amo del bar Malos Tragos), tenía tan sólo diez minutos para poder realizar la entrega a tiempo y optar a la propina, los señores de Quijano solo se la daban si llegaba en el tiempo previsto.
De modo que salió de la ciudad por el arcén de la A-7 a todo gas, a todo el que su trotinado Scarabeo del 90 daba, para hacer luego un giro poco ortodoxo, y poder llegar a tiempo.
Mientras pensaba en como ingeniárselas para cambiar la moto por algo que no amenazara ruina, su fiel amigo Lucero, instalado en la cesta que él mismo había pegado con cinta americana en la parte trasera del baúl de las pizzas, se refrescaba del agobiante calor de aquel día de agosto, mordiendo y deglutiendo el aire. Ninguno de los dos podía imaginarse que aquel día iba a ser el primero de sus nuevas vidas.
La moto apenas alcanzaba los 40 kilómetros por hora a pesar del ruido del escape, del cante del pistón y del constante tintineo a que las vibraciones sometían a las piezas desencajadas de chasis y carrocería –que eran todas-.
Jacin vió como lentamente –la velocidad no daba para más- una lata de refresco, seguramente arrojada por algún “pelao” a bordo de un coche tuneado, se acercaba a la rueda delantera de su Scarabeo, como tenia tiempo, evaluó sin prisas si la esquivaría por la derecha, o si lo haría por la izquierda. Por la derecha parecía que no tendría suficiente espacio, y si pisaba la lata, con la llanta en forma de símbolo de infinito que llevaba, igual se iba a tomar por culo, por la izquierda tenía más margen.
De modo que tomada la decisión y a solo tres o cuatro metros de la lata, dejó de pensar, y sin mirar el retrovisor, que por cierto hacía más de un año se había dejado colgado de un Aston Martin en un semáforo de la Diagonal, tiró del manillar e hizo desplazarse a la moto hacia la izquierda.
El conductor del trailer de Transcontinental Transports, que en ese momento se estaba sonando unos mocos que se resistían a ser evacuados por la fuerza de su lugar de nacimiento, ni siquiera se enteró, y tres días después, ajeno a todo, estaba descargando tapones de corcho para botellas de vodka barata, en Tirana.
La Scarabeo perdió con el impacto una de sus tres dimensiones y quedó estirada sobre uno de sus, ahora, dos lados, adornada con champiñones, motzarela, salami, bacon i alcaparras –jamás había lucido tan bonita-, Jacin, desapareció de la escena y en un primer momento ni siquiera Lucero, que estaba confundido, pero íntegro, lo pudo localizar, ya que en sus retinas, que en el momento del impacto miraban la caja blanca que a unos veinte metros estaba situada al otro lado del contenerutas, aún persistía el fogonazo del flash.
Motocán se empezaba a forjar, y Lucero aún no lo sabía.
CAPITULO II
(La segunda mascota)
Durante esta época del año, y particularmente durante las horas de más calor, no había manera de distinguir lo comestible de lo que no lo era. La canícula veraniega homogeneizaba la temperatura de todas las cosa, las alimenticias y las otras, de modo que Zzzzsssst, desde el momento en que el sol empezaba a apretar, y hasta bien entrada la tarde se dedicaba a vagabundear sin rumbo, inmerso en pensamientos de tipo filosófico, metafísico, o cualesquiera otros que lo tuvieran entretenido, con el fin de mantenerse ajeno a los requerimientos de su estómago.
En ese momento se entretenía viendo avanzar por delante de él, y a unos tres metros de distancia, un objeto curiosísimo que emitía un zumbido tintineante que se le antojaba simpático y cercano.
Desde su posición, unos ciento cincuenta centímetros por encima del objeto, podía distinguir una especie de caja roja acabada en una esfera amarilla de la que salían unos brazos a derecha e izquierda que sujetaban algo. Detrás de la caja, metido en una especie de cesta y asomando la cabeza, había algo que le recordaba un tipo de comida familiar.
Le resultaba familiar porque tenía experiencia en intentar comer de cosas como esa. Era muy difícil, a veces se conseguía, pero era muy difícil, había que apartar gran cantidad de hilos malolientes, e incluso competir con otros comensales antes de poder instalar la maquinaria de succión.
Súbitamente el objeto que observaba realizó un quiebro hacia la izquierda, Zzzzsssst, absorto como estaba en sus pensamientos dio un respingo casi reflejo y se vio inmerso en el más salvaje de los huracanes que jamás hubiese podido imaginar, al tiempo que una gigantesca muralla metálica que corría como si la persiguieran mil demonios, tapaba completamente el sol por su costado izquierdo.
Sudó tinta roja maniobrando los flaps y el timón de cola, y le costó horrores mantener el morro alto para evitar una cavitación que lo hiciera entrar en barrena –no era plan acabar como una minúscula mancha que ni siquiera sería roja (no había comido desde ayer), en el asfalto-.
Cuando creyó tener controlado el vuelo y pudo volver a mirar hacia delante para arumbar, vio reflejada en los ojos del peludo alimento con orejas que viajaba metido en la cesta, una intensa luz, que milésimas de segundo más tarde fue a impactar en sus propios cientos de ojos.
Zzzzsssst, no lo sabía, pero iba a cambiar de nombre.
Había nacido Mosquimoto.
CAPITULO III
(La toma de conciencia)
Galécrates miró de reojo el reloj que presidía la salita de la cafetera, la que usaban para tomar un refrigerio en las largas y estresantes guardias nocturnas, dio un último sorbo al cortado ya frío, y cuando se disponía a tirar el vaso de plástico a la papelera, lo oyó.
Acababa de entrar una ambulancia en la recepción de urgéncias,con la sirena conectada.
- ¡Joder ¡, por diez minutos. Pensó para sus adentros. Era la tercera vez que esta semana se veía obligado a alargar su guardia.
Apresurado y con semblante circunspecto salió al encuentro de los asistentes sanitarios, topándose con la camilla que hacían avanzar por el pasillo de los box.
- Informe. Dijo , dirigiéndose al sanitario.
- Un motorista, politraumatismos múltiples, ha hecho un paro durante el traslado. Lo veo muy mal, este pringa.
Galécrates, ignorando la frase final, se extrañó de la apacible e inmaculada apariencia que presentaba el semblante del accidentado, pero siguió caminando ligero junto a la camilla, al tiempo que bajo la sábana verde tomó la muñeca del accidentado para comprobar su pulso. Parecía latir acompasadamente.
Al llegar al quirófano de urgencias, dos enfermeras los estaban esperando con todo el equipo dispuesto, y una de ellas , la que parecía ser mas veterana, se dispuso a relatar al Dr. Hipono el informe de ingreso al tiempo que Galécrates apartaba la sábana dispuesto a actuar.
Después de tan solo tres minutos de inspección, y mientras el equipo –El Dr. Hipono, las dos enfermeras y los dos sanitarios de la ambulancia, llamados exprofeso-, debatía que narices era aquella broma, Jacinto despegó sus párpados, miró a su alrededor, y sus ojos fueron a clavarse en la plaquita de plástico que Galécrates lucía prendida de su bata verde.
- Dr. Galécrates Hipono Usart, Traumatólogo. Leyó de corrido mientras empezaba a recordar.
Los sanitarios se deshacían en explicaciones sobre el accidente y el estado en que encontraron a Jacin, que si estaba tendido en el carril contrario al que circulaba y en una postura imposible, que había recorrido mas de setenta metros atravesando la mediana de la autopista después de traspasar el tupido seto de adelfas, que sangraba abundantemente por la cabeza...
Jacin, oía las explicaciones e inconscientemente iba asintiendo, pues empezaba a recordar lo ocurrido. Poco a poco fue comprendiendo la situación. No sabía la causa, pero ya empezaba a saberse poseedor de algo especial, de algo único, extraordinario y poderoso, de algo –eso no lo sabía- que iba a ser la peor pesadilla de Pedro Nadetarro y la nefanda DGTR.
CAPITULO IV
(La desaparición de la prueba)
No era normal y la señora de Quijano empezaba a mostrar signos de inquietud, más bien de cabreo, pasaban veinte minutos de las dos y las pizzas no llegaban. A las cuatro y media había quedado con Piluca, Vero y Blanca -compatriotas suyas-, para la partida de bridge, aún tenia que hacerse las uñas, la toga y pintarse y ni siquiera había empezado a comer. De modo que tomó cartas en el asunto:
- Ernesto Carlos, hacé el favor de ubicar al pizzero. Tenés el número del celular sobre la mesita. Apresuráte.
El señor Quijano, conocedor experimentado –28 años de matrimonio dan para mucho- del grado de enfado de su mujer -por el tono de su voz y por que en esas ocasiones marcaba exageradamente su acento porteño-, localizó el papelito donde estaba anotado el número y marcó.
La ambulancia había quedado aparcada en el arcén a tres o cuatro metros de la grúa –un destartalado Land Rover ciento nueve corto de cabina separada- que vino a recoger lo que quedaba del Scarabeo, de modo que después de asistir al accidentado en el lugar en que lo encontraron, trasladarlo en la camilla hasta el vehículo y acomodarlo, el sanitario jefe se quedó en la parte trasera y Carlitos, el chofer, arrancó el motor e inició la marcha atrás para poder maniobrar esquivando al gruista que andaba trasteando, con las manos llenas de motzzarela y tomate, los restos de lamoto.
- Dos extraños son....los que se miran. Dos extraños son...
Casi inmediatamente Carlitos alargó la maño derecha buscando el móvil de donde procedía la melodía.
Después de recogerlo del suelo, mientras se dirigía hacia el accidentado, en lugar de entregarlo a los Cuadrantes azules, distraídamente, se lo había colocado en el bolsillo del chaleco reflectante, y al subir a la ambulancia lo había dejado en el salpicadero.
Sin dejar de acelerar, marcha atrás, apretó la tecla verde del móvil y se lo acercó a la oreja.
- Diga ¡
Y lo único que pudo oír fue un tremendo golpe que provenía de la parte trasera de la ambulancia, el teléfono se le escapó de las manos mientras su cogote se hundía en el reposacabezas.
Había destrozado la caja blanca con el lateral trasero derecho del coche, pasando la esquina del mismo por los únicos dos metros en muchos kilómetros en que no había contenerutas.
Eliminada así toda posibilidad de obtener alguna pista sobre la causa de su metamorfosis, Lucero y Zzzzsssst, como movidos por una única voluntad, se dirigieron con gesto cómplice hacía la grúa, dispuestos a subirse a ella en cuanto iniciara la marcha.
Algo les decía que debían hacerlo, para así, poder reunirse con Jacin.
CAPÍTULO V
(La nueva personalidad)
Todo el personal que había tenido que ver con el accidente se hallaba reunido en el despacho del inspector-jefe que en ese momento marcaba el número de su superior jerárquico para traspasarle el marrón.
Galécrates, a pesar de los apretones de estómago que padecía y del lío que se había montado con el ingreso de un código azul (*) que tenía que ser dado de alta ya que su estado era inmejorable tan solo tres minutos después del ingreso, se dedicaba a dejar volar su imaginación pensando que a pesar de todo no estaba mal, era el éxito profesional más grande de su carrera, un caso como aquel; politraumatismos múltiples con parada cardiaca, pérdida de masa encefálica y coma presuntamente irreversible, que además estaba certificado por el informe de pre-ingreso facilitado por los sanitarios de la ambulancia, nunca nadie lo había resuelto en tan solo tres minutos. Mira por donde aún podía hacerse famoso, y quién sabe; optar al Nóbel.
En cualquier caso el hambre lo torturaba, la reunión tenía pinta de no tener fin, y su Bentley Mark IV, marcaba ya las cinco y cinco.
Una hora y media antes, cansado ya de esperar sentado en la mesa de operaciones del quirófano de urgencias, Jacin tomó una decisión, y vestido de verde con un fonendoscopio colgado al cuello salió tan tranquilo por la puerta principal.
Quería llegar cuanto antes y quería caminar rápido pero se veía obligado a contenerse, no acertaba a comprender del todo que estaba pasando, cada vez que intentaba acelerar el paso recorría treinta o cuarenta metros sin esfuerzo, aún no se hacía con sus nuevos poderes.
Súbitamente sus oídos percibieron el primer siseo que producen unas Galfer cuando se están acercando al disco impulsadas por la presión descontrolada que se ejerce en la maneta del freno cuando por causa del pánico esta es accionada.
Doce milésimas de segundo más tarde había acomodado a la viejecita, aún temblorosa, en una silla de la terraza de la cafetería “El Canari Lila” y se despedía con un apretón de manos del chaval que conducía la Derbi GPR 125 trucada, en medio de un círculo de transeúntes que aplaudían a rabiar.
No estaba mal para ser su primer trabajo, pero debía buscarse una ropa más apropiada, no le gustó nada que la viejecita le dijera; -Gracias doctor-, mientras la depositaba, descendiendo desde arriba, en la silla.
Así que tomó la segunda decisión consciente desde su transformación, y en el tiempo de llenarse los pulmones de aire, paseaba entre multitud de telas y tejidos.
Estaba en la tercera planta del Corte Inglés.
(*)En los hospitales, interuptor que emite una señal electrónica a los integrantes del Equipo de Código Azul, útil para casos de extrema gravedad.
CAPITULO VI
(El reencuentro)
Ernesto Carlos Quijano era un triunfador nato, la vida le sonreía permanentemente, no podía quejarse de su carrera profesional -era un alto ejecutivo de una multinacional petrolera- , caía bien a las mujeres, a todas, tenia amarrado un lujoso yate de 21 metros en el náutico de Barcena, un Swan 46 MK II con una magnífica cubierta de teca en Puerto Banús, era alto y bien plantado y tenía la labia de un porteño con clase. Pero había una cosa, solo una, que le amargaba la vida y que era incapaz de corregir; los veintiocho años de matrimonio con Martina. Así cuando está le gritó:
- Ché boludo, mové la colita y bajá al boliiiiche.
A pesar de ser no haber hecho mención a su orto y las variadas cosa que iba a meterle por el, como era usual, si no lo hacía inmediatamente, salió escopeteado hacia la puerta, no sin antes tomar al vuelo su billetero Montblanc, de piel de ornitorrinco, que como siempre descansaba sobre la mesita del hall.
Después de pulsar varias veces seguidas el botón de llamada del ascensor sin éxito, bajó las escaleras de dos en dos y sin saludar al conserje y a paso ligero, muy ligero, atravesó el portal y giró a la derecha con el firme propósito de superar los escasos cincuenta metros que lo separaban del bar “Manolo el Gallego”, en el mínimo tiempo posible.
Acuciado por la prisa a causa del terror que le producía que Martina pensara que se había entretenido innecesariamente, no reparó en el perro que sentado en el escalón del portal le seguía con la mirada, y tampoco notó el sutil pinchazo en la nuca.
Lucero y Zzzzsssst, por indicación del primero, habían decidido dirigirse hacia el domicilio de los señores de Quijano después de que el propio Lucero quedara suspendido del aire, y comprobar que lo podía hacer a voluntad, cuando el Land Rover 109 corto de cabina independiente pasó a toda mecha por uno de esos obstáculos que con objeto de reducir la velocidad, el ayuntamiento, había puesto de moda.
Ernesto Carlos fue aminorando el paso y en el instante en que iba a empujar la puerta del bar tomó una decisión incomprensible y en cierto modo, heróica, dio la vuelta y deshizo el camino. La zorra de su mujer iba a saber de una vez por todas quién era él. Zzzzsssst había decidido saciar su apetito y de paso hacerle un favor al pobre hombre.
Jacin con tres bolsas del Corte Inglés en la mano y vestido con gorra roja y su sempiterno chándal Adidas de color negro con dos rayas blancas verticales recorriendo las perneras –pero nuevo de trinca-, apareció por la esquina. Al verlo Lucero y Zzzzsssst, corrieron..., volaron hacia él.
CAPITULO VII
(El mundo empieza a enterarse)
Gramoz Pashko, siguió durante todo el viaje peleándose con sus mocos, el potente sistema de refrigeración en cabina de su Man TGX 540 con cambio “TipMatic” y las temperaturas de primeros de agosto en la meseta central el Reino Borboneante, resultaron un cóctel letal para sus pituitarias. Llevaba ya gastados 98 € en “Kleenex” cuando tras atravesar el puente de Monina acompañaba a los guardias del prushit(*) en la inspección de la carga.
Después de una hora de concienzuda revisión del vehículo y la carga le devolvieron los documentos debidamente sellados dejándole el paso franco. Ya podía poner rumbo hacia Rinas.
Como siempre que regresaba a casa, su mente andaba entretenida en la diferencia que suponía rodar por las magníficas autopistas de centroeuropa o por las mal asfaltadas, estrecha y caóticas carreteras secundarias de Albania. De todos modos era igual, como en casa en ninguna parte.
Tan solo le faltaban cinco o seis horas, contando el tiempo de la descarga. Para, por fin, poderse curar de golpe la molesta moquera. Se iba a zumbar una botella entera de raki (*) en cuanto traspasara la puerta de su chabola, pero ahora lo más importante era llenar el estómago, desde las ocho de la mañana no había tomado nada, y si no se apresuraba cuando llegara al Xibraku, restaurante donde siempre se detenía al regreso de sus viajes, ya no le servirían.
Diez minutos antes de cerrar la cocina, Gramoz, estaba sentado a la mesa y esperaba el “fërgesë” con pimientos. Abrió el Veriu Observer por la primera página, y la foto, y más tarde el titular y la crónica de la noticia lo dejaron helado.
No había en la noticia nada que pareciera indicar que había sido él el causante de aquel desastre, de modo que hizo de tripas corazón y siguió ojeando el periódico con aparente tranquilidad.
En la página siete, en el apartado “Cosas curiosas en el Mundo”, el encabezamiento de una de las telegráficas noticias que conformaban la sección, volvió a llamar su atención.
- Anciana da un salto prodigioso y se salva de un atropello-
Reino Borboneante: Según Reuters Group plc, y confirmado por fuentes fiables, una anciana de ochenta y dos años con obesidad mórbida da un salto espectacular de cinco metros de altura según afirman diversos testimonios, para evitar ser arrollada por una moto.
raki: destilado típico local
prushit: puesto fronterizo
fërgesë: guiso típico a base de carne de vacuno
CAPITULO VIII
(La búsqueda imposible)
Cuando finalmente la encontraron se hallaba interrogando a una dependienta de “Furest”, que acababa de incorporarse a su trabajo después del descanso para el almuerzo de medio día, y que la observaba con cara de incredulidad, sobre si había visto a su hijo de unos siete años jugar por las proximidades, ya que no había regresado a casa a merendar.
- Este niño es un demonio, me va a matar a disgustos-, Exclamaba.
Tras lo cual procedía a dar a la perpleja dependienta toda suerte de detalles sobre la ropa que vestía el niño.
Así fue como Don Cucufate –su hijo-, y Montserrat –su hija política-, es decir la esposa de Don Cucufate, finalmente la encontraron después de más de una hora de dar vueltas por el barrio y recorrer los lugares a donde acostumbraba a ir cada vez que se perdía.
El estado de mamá requería plantearse en serio que no debían dejarla salir a pasear sola. La demencia senil había llegado a un punto en mamá debía estar siempre vigilada.
Cuando finalmente llegaron a casa y Don Cucufate pudo regresar al negocio familiar –un colmado de productos selectos en la parte alta de la ciudad-, Montserrat decidió dedicarse a buscar al médico ese que según repetía incansablemente su suegra desde que la metieron en el coche tras localizarla, le había salvado la vida.
Así que tomó el listín telefónico y lo abrió por la G de Galeno, Hipócrates Galeno, decía la señora que ponía en la plaquita de la bata. No encontró ningún nombre ni siquiera parecido, pero su suegra no dejaba de insistir, de modo que se ocurrió buscar por la H de Hipócrates. No era la primera vez que Marteta, su suegra, confundía cosas.
Por Hipócrates no aparecía ningún apellido, pero sus ojos parecían verlo en algún lugar de la lista, de modo que siguió la columna y allí estaba. Vaya confusión la de su suegra.
Anotó: “Hipono Usart, Galégrates”, y dos números de siete cifras, uno precedido entre paréntesis de la frase “Domicilio particular”, y el otro de la palabra “Hospital”. Después, marcó el segundo.
Al Dr. Galégrates Hipono se le acabó pronto su sueño de obtener el Nóbel de medicina, resulta que la cruda realidad era que al hospital se le había perdido un accidentado terminal, si es que no era ya un cadáver. Y ese era un tema muy peliagudo.
El órgano de dirección del patronato que regía el hospital había decidido dar unas vacaciones al Dr. Hipono –para quitarlo de en medio y alejar la posibilidad de que la prensa tuviera noticia-, y contratar los servicios de un detective para que investigara porqué el Dr. Hipono estaba la tarde anterior salvando ancianas de ser atropelladas, mientras al mismo tiempo estaba reunido en el despacho del inspector jefe por causa de un ingresado que no estaba ingresado.
Aquella había sido una mañana prolija en decisiones tajantes para el patronato.
Para Motomán y sus mascotas, tan solo la primera mañana de sus nuevas vidas.
(Un superhéroe en estado embrionario, y el nacimiento de la primera mascota)
Jacinto Estan Camino, Jacin para los íntimos (dos, su perro Lucero y el amo del bar Malos Tragos), tenía tan sólo diez minutos para poder realizar la entrega a tiempo y optar a la propina, los señores de Quijano solo se la daban si llegaba en el tiempo previsto.
De modo que salió de la ciudad por el arcén de la A-7 a todo gas, a todo el que su trotinado Scarabeo del 90 daba, para hacer luego un giro poco ortodoxo, y poder llegar a tiempo.
Mientras pensaba en como ingeniárselas para cambiar la moto por algo que no amenazara ruina, su fiel amigo Lucero, instalado en la cesta que él mismo había pegado con cinta americana en la parte trasera del baúl de las pizzas, se refrescaba del agobiante calor de aquel día de agosto, mordiendo y deglutiendo el aire. Ninguno de los dos podía imaginarse que aquel día iba a ser el primero de sus nuevas vidas.
La moto apenas alcanzaba los 40 kilómetros por hora a pesar del ruido del escape, del cante del pistón y del constante tintineo a que las vibraciones sometían a las piezas desencajadas de chasis y carrocería –que eran todas-.
Jacin vió como lentamente –la velocidad no daba para más- una lata de refresco, seguramente arrojada por algún “pelao” a bordo de un coche tuneado, se acercaba a la rueda delantera de su Scarabeo, como tenia tiempo, evaluó sin prisas si la esquivaría por la derecha, o si lo haría por la izquierda. Por la derecha parecía que no tendría suficiente espacio, y si pisaba la lata, con la llanta en forma de símbolo de infinito que llevaba, igual se iba a tomar por culo, por la izquierda tenía más margen.
De modo que tomada la decisión y a solo tres o cuatro metros de la lata, dejó de pensar, y sin mirar el retrovisor, que por cierto hacía más de un año se había dejado colgado de un Aston Martin en un semáforo de la Diagonal, tiró del manillar e hizo desplazarse a la moto hacia la izquierda.
El conductor del trailer de Transcontinental Transports, que en ese momento se estaba sonando unos mocos que se resistían a ser evacuados por la fuerza de su lugar de nacimiento, ni siquiera se enteró, y tres días después, ajeno a todo, estaba descargando tapones de corcho para botellas de vodka barata, en Tirana.
La Scarabeo perdió con el impacto una de sus tres dimensiones y quedó estirada sobre uno de sus, ahora, dos lados, adornada con champiñones, motzarela, salami, bacon i alcaparras –jamás había lucido tan bonita-, Jacin, desapareció de la escena y en un primer momento ni siquiera Lucero, que estaba confundido, pero íntegro, lo pudo localizar, ya que en sus retinas, que en el momento del impacto miraban la caja blanca que a unos veinte metros estaba situada al otro lado del contenerutas, aún persistía el fogonazo del flash.
Motocán se empezaba a forjar, y Lucero aún no lo sabía.
CAPITULO II
(La segunda mascota)
Durante esta época del año, y particularmente durante las horas de más calor, no había manera de distinguir lo comestible de lo que no lo era. La canícula veraniega homogeneizaba la temperatura de todas las cosa, las alimenticias y las otras, de modo que Zzzzsssst, desde el momento en que el sol empezaba a apretar, y hasta bien entrada la tarde se dedicaba a vagabundear sin rumbo, inmerso en pensamientos de tipo filosófico, metafísico, o cualesquiera otros que lo tuvieran entretenido, con el fin de mantenerse ajeno a los requerimientos de su estómago.
En ese momento se entretenía viendo avanzar por delante de él, y a unos tres metros de distancia, un objeto curiosísimo que emitía un zumbido tintineante que se le antojaba simpático y cercano.
Desde su posición, unos ciento cincuenta centímetros por encima del objeto, podía distinguir una especie de caja roja acabada en una esfera amarilla de la que salían unos brazos a derecha e izquierda que sujetaban algo. Detrás de la caja, metido en una especie de cesta y asomando la cabeza, había algo que le recordaba un tipo de comida familiar.
Le resultaba familiar porque tenía experiencia en intentar comer de cosas como esa. Era muy difícil, a veces se conseguía, pero era muy difícil, había que apartar gran cantidad de hilos malolientes, e incluso competir con otros comensales antes de poder instalar la maquinaria de succión.
Súbitamente el objeto que observaba realizó un quiebro hacia la izquierda, Zzzzsssst, absorto como estaba en sus pensamientos dio un respingo casi reflejo y se vio inmerso en el más salvaje de los huracanes que jamás hubiese podido imaginar, al tiempo que una gigantesca muralla metálica que corría como si la persiguieran mil demonios, tapaba completamente el sol por su costado izquierdo.
Sudó tinta roja maniobrando los flaps y el timón de cola, y le costó horrores mantener el morro alto para evitar una cavitación que lo hiciera entrar en barrena –no era plan acabar como una minúscula mancha que ni siquiera sería roja (no había comido desde ayer), en el asfalto-.
Cuando creyó tener controlado el vuelo y pudo volver a mirar hacia delante para arumbar, vio reflejada en los ojos del peludo alimento con orejas que viajaba metido en la cesta, una intensa luz, que milésimas de segundo más tarde fue a impactar en sus propios cientos de ojos.
Zzzzsssst, no lo sabía, pero iba a cambiar de nombre.
Había nacido Mosquimoto.
CAPITULO III
(La toma de conciencia)
Galécrates miró de reojo el reloj que presidía la salita de la cafetera, la que usaban para tomar un refrigerio en las largas y estresantes guardias nocturnas, dio un último sorbo al cortado ya frío, y cuando se disponía a tirar el vaso de plástico a la papelera, lo oyó.
Acababa de entrar una ambulancia en la recepción de urgéncias,con la sirena conectada.
- ¡Joder ¡, por diez minutos. Pensó para sus adentros. Era la tercera vez que esta semana se veía obligado a alargar su guardia.
Apresurado y con semblante circunspecto salió al encuentro de los asistentes sanitarios, topándose con la camilla que hacían avanzar por el pasillo de los box.
- Informe. Dijo , dirigiéndose al sanitario.
- Un motorista, politraumatismos múltiples, ha hecho un paro durante el traslado. Lo veo muy mal, este pringa.
Galécrates, ignorando la frase final, se extrañó de la apacible e inmaculada apariencia que presentaba el semblante del accidentado, pero siguió caminando ligero junto a la camilla, al tiempo que bajo la sábana verde tomó la muñeca del accidentado para comprobar su pulso. Parecía latir acompasadamente.
Al llegar al quirófano de urgencias, dos enfermeras los estaban esperando con todo el equipo dispuesto, y una de ellas , la que parecía ser mas veterana, se dispuso a relatar al Dr. Hipono el informe de ingreso al tiempo que Galécrates apartaba la sábana dispuesto a actuar.
Después de tan solo tres minutos de inspección, y mientras el equipo –El Dr. Hipono, las dos enfermeras y los dos sanitarios de la ambulancia, llamados exprofeso-, debatía que narices era aquella broma, Jacinto despegó sus párpados, miró a su alrededor, y sus ojos fueron a clavarse en la plaquita de plástico que Galécrates lucía prendida de su bata verde.
- Dr. Galécrates Hipono Usart, Traumatólogo. Leyó de corrido mientras empezaba a recordar.
Los sanitarios se deshacían en explicaciones sobre el accidente y el estado en que encontraron a Jacin, que si estaba tendido en el carril contrario al que circulaba y en una postura imposible, que había recorrido mas de setenta metros atravesando la mediana de la autopista después de traspasar el tupido seto de adelfas, que sangraba abundantemente por la cabeza...
Jacin, oía las explicaciones e inconscientemente iba asintiendo, pues empezaba a recordar lo ocurrido. Poco a poco fue comprendiendo la situación. No sabía la causa, pero ya empezaba a saberse poseedor de algo especial, de algo único, extraordinario y poderoso, de algo –eso no lo sabía- que iba a ser la peor pesadilla de Pedro Nadetarro y la nefanda DGTR.
CAPITULO IV
(La desaparición de la prueba)
No era normal y la señora de Quijano empezaba a mostrar signos de inquietud, más bien de cabreo, pasaban veinte minutos de las dos y las pizzas no llegaban. A las cuatro y media había quedado con Piluca, Vero y Blanca -compatriotas suyas-, para la partida de bridge, aún tenia que hacerse las uñas, la toga y pintarse y ni siquiera había empezado a comer. De modo que tomó cartas en el asunto:
- Ernesto Carlos, hacé el favor de ubicar al pizzero. Tenés el número del celular sobre la mesita. Apresuráte.
El señor Quijano, conocedor experimentado –28 años de matrimonio dan para mucho- del grado de enfado de su mujer -por el tono de su voz y por que en esas ocasiones marcaba exageradamente su acento porteño-, localizó el papelito donde estaba anotado el número y marcó.
La ambulancia había quedado aparcada en el arcén a tres o cuatro metros de la grúa –un destartalado Land Rover ciento nueve corto de cabina separada- que vino a recoger lo que quedaba del Scarabeo, de modo que después de asistir al accidentado en el lugar en que lo encontraron, trasladarlo en la camilla hasta el vehículo y acomodarlo, el sanitario jefe se quedó en la parte trasera y Carlitos, el chofer, arrancó el motor e inició la marcha atrás para poder maniobrar esquivando al gruista que andaba trasteando, con las manos llenas de motzzarela y tomate, los restos de lamoto.
- Dos extraños son....los que se miran. Dos extraños son...
Casi inmediatamente Carlitos alargó la maño derecha buscando el móvil de donde procedía la melodía.
Después de recogerlo del suelo, mientras se dirigía hacia el accidentado, en lugar de entregarlo a los Cuadrantes azules, distraídamente, se lo había colocado en el bolsillo del chaleco reflectante, y al subir a la ambulancia lo había dejado en el salpicadero.
Sin dejar de acelerar, marcha atrás, apretó la tecla verde del móvil y se lo acercó a la oreja.
- Diga ¡
Y lo único que pudo oír fue un tremendo golpe que provenía de la parte trasera de la ambulancia, el teléfono se le escapó de las manos mientras su cogote se hundía en el reposacabezas.
Había destrozado la caja blanca con el lateral trasero derecho del coche, pasando la esquina del mismo por los únicos dos metros en muchos kilómetros en que no había contenerutas.
Eliminada así toda posibilidad de obtener alguna pista sobre la causa de su metamorfosis, Lucero y Zzzzsssst, como movidos por una única voluntad, se dirigieron con gesto cómplice hacía la grúa, dispuestos a subirse a ella en cuanto iniciara la marcha.
Algo les decía que debían hacerlo, para así, poder reunirse con Jacin.
CAPÍTULO V
(La nueva personalidad)
Todo el personal que había tenido que ver con el accidente se hallaba reunido en el despacho del inspector-jefe que en ese momento marcaba el número de su superior jerárquico para traspasarle el marrón.
Galécrates, a pesar de los apretones de estómago que padecía y del lío que se había montado con el ingreso de un código azul (*) que tenía que ser dado de alta ya que su estado era inmejorable tan solo tres minutos después del ingreso, se dedicaba a dejar volar su imaginación pensando que a pesar de todo no estaba mal, era el éxito profesional más grande de su carrera, un caso como aquel; politraumatismos múltiples con parada cardiaca, pérdida de masa encefálica y coma presuntamente irreversible, que además estaba certificado por el informe de pre-ingreso facilitado por los sanitarios de la ambulancia, nunca nadie lo había resuelto en tan solo tres minutos. Mira por donde aún podía hacerse famoso, y quién sabe; optar al Nóbel.
En cualquier caso el hambre lo torturaba, la reunión tenía pinta de no tener fin, y su Bentley Mark IV, marcaba ya las cinco y cinco.
Una hora y media antes, cansado ya de esperar sentado en la mesa de operaciones del quirófano de urgencias, Jacin tomó una decisión, y vestido de verde con un fonendoscopio colgado al cuello salió tan tranquilo por la puerta principal.
Quería llegar cuanto antes y quería caminar rápido pero se veía obligado a contenerse, no acertaba a comprender del todo que estaba pasando, cada vez que intentaba acelerar el paso recorría treinta o cuarenta metros sin esfuerzo, aún no se hacía con sus nuevos poderes.
Súbitamente sus oídos percibieron el primer siseo que producen unas Galfer cuando se están acercando al disco impulsadas por la presión descontrolada que se ejerce en la maneta del freno cuando por causa del pánico esta es accionada.
Doce milésimas de segundo más tarde había acomodado a la viejecita, aún temblorosa, en una silla de la terraza de la cafetería “El Canari Lila” y se despedía con un apretón de manos del chaval que conducía la Derbi GPR 125 trucada, en medio de un círculo de transeúntes que aplaudían a rabiar.
No estaba mal para ser su primer trabajo, pero debía buscarse una ropa más apropiada, no le gustó nada que la viejecita le dijera; -Gracias doctor-, mientras la depositaba, descendiendo desde arriba, en la silla.
Así que tomó la segunda decisión consciente desde su transformación, y en el tiempo de llenarse los pulmones de aire, paseaba entre multitud de telas y tejidos.
Estaba en la tercera planta del Corte Inglés.
(*)En los hospitales, interuptor que emite una señal electrónica a los integrantes del Equipo de Código Azul, útil para casos de extrema gravedad.
CAPITULO VI
(El reencuentro)
Ernesto Carlos Quijano era un triunfador nato, la vida le sonreía permanentemente, no podía quejarse de su carrera profesional -era un alto ejecutivo de una multinacional petrolera- , caía bien a las mujeres, a todas, tenia amarrado un lujoso yate de 21 metros en el náutico de Barcena, un Swan 46 MK II con una magnífica cubierta de teca en Puerto Banús, era alto y bien plantado y tenía la labia de un porteño con clase. Pero había una cosa, solo una, que le amargaba la vida y que era incapaz de corregir; los veintiocho años de matrimonio con Martina. Así cuando está le gritó:
- Ché boludo, mové la colita y bajá al boliiiiche.
A pesar de ser no haber hecho mención a su orto y las variadas cosa que iba a meterle por el, como era usual, si no lo hacía inmediatamente, salió escopeteado hacia la puerta, no sin antes tomar al vuelo su billetero Montblanc, de piel de ornitorrinco, que como siempre descansaba sobre la mesita del hall.
Después de pulsar varias veces seguidas el botón de llamada del ascensor sin éxito, bajó las escaleras de dos en dos y sin saludar al conserje y a paso ligero, muy ligero, atravesó el portal y giró a la derecha con el firme propósito de superar los escasos cincuenta metros que lo separaban del bar “Manolo el Gallego”, en el mínimo tiempo posible.
Acuciado por la prisa a causa del terror que le producía que Martina pensara que se había entretenido innecesariamente, no reparó en el perro que sentado en el escalón del portal le seguía con la mirada, y tampoco notó el sutil pinchazo en la nuca.
Lucero y Zzzzsssst, por indicación del primero, habían decidido dirigirse hacia el domicilio de los señores de Quijano después de que el propio Lucero quedara suspendido del aire, y comprobar que lo podía hacer a voluntad, cuando el Land Rover 109 corto de cabina independiente pasó a toda mecha por uno de esos obstáculos que con objeto de reducir la velocidad, el ayuntamiento, había puesto de moda.
Ernesto Carlos fue aminorando el paso y en el instante en que iba a empujar la puerta del bar tomó una decisión incomprensible y en cierto modo, heróica, dio la vuelta y deshizo el camino. La zorra de su mujer iba a saber de una vez por todas quién era él. Zzzzsssst había decidido saciar su apetito y de paso hacerle un favor al pobre hombre.
Jacin con tres bolsas del Corte Inglés en la mano y vestido con gorra roja y su sempiterno chándal Adidas de color negro con dos rayas blancas verticales recorriendo las perneras –pero nuevo de trinca-, apareció por la esquina. Al verlo Lucero y Zzzzsssst, corrieron..., volaron hacia él.
CAPITULO VII
(El mundo empieza a enterarse)
Gramoz Pashko, siguió durante todo el viaje peleándose con sus mocos, el potente sistema de refrigeración en cabina de su Man TGX 540 con cambio “TipMatic” y las temperaturas de primeros de agosto en la meseta central el Reino Borboneante, resultaron un cóctel letal para sus pituitarias. Llevaba ya gastados 98 € en “Kleenex” cuando tras atravesar el puente de Monina acompañaba a los guardias del prushit(*) en la inspección de la carga.
Después de una hora de concienzuda revisión del vehículo y la carga le devolvieron los documentos debidamente sellados dejándole el paso franco. Ya podía poner rumbo hacia Rinas.
Como siempre que regresaba a casa, su mente andaba entretenida en la diferencia que suponía rodar por las magníficas autopistas de centroeuropa o por las mal asfaltadas, estrecha y caóticas carreteras secundarias de Albania. De todos modos era igual, como en casa en ninguna parte.
Tan solo le faltaban cinco o seis horas, contando el tiempo de la descarga. Para, por fin, poderse curar de golpe la molesta moquera. Se iba a zumbar una botella entera de raki (*) en cuanto traspasara la puerta de su chabola, pero ahora lo más importante era llenar el estómago, desde las ocho de la mañana no había tomado nada, y si no se apresuraba cuando llegara al Xibraku, restaurante donde siempre se detenía al regreso de sus viajes, ya no le servirían.
Diez minutos antes de cerrar la cocina, Gramoz, estaba sentado a la mesa y esperaba el “fërgesë” con pimientos. Abrió el Veriu Observer por la primera página, y la foto, y más tarde el titular y la crónica de la noticia lo dejaron helado.
No había en la noticia nada que pareciera indicar que había sido él el causante de aquel desastre, de modo que hizo de tripas corazón y siguió ojeando el periódico con aparente tranquilidad.
En la página siete, en el apartado “Cosas curiosas en el Mundo”, el encabezamiento de una de las telegráficas noticias que conformaban la sección, volvió a llamar su atención.
- Anciana da un salto prodigioso y se salva de un atropello-
Reino Borboneante: Según Reuters Group plc, y confirmado por fuentes fiables, una anciana de ochenta y dos años con obesidad mórbida da un salto espectacular de cinco metros de altura según afirman diversos testimonios, para evitar ser arrollada por una moto.
raki: destilado típico local
prushit: puesto fronterizo
fërgesë: guiso típico a base de carne de vacuno
CAPITULO VIII
(La búsqueda imposible)
Cuando finalmente la encontraron se hallaba interrogando a una dependienta de “Furest”, que acababa de incorporarse a su trabajo después del descanso para el almuerzo de medio día, y que la observaba con cara de incredulidad, sobre si había visto a su hijo de unos siete años jugar por las proximidades, ya que no había regresado a casa a merendar.
- Este niño es un demonio, me va a matar a disgustos-, Exclamaba.
Tras lo cual procedía a dar a la perpleja dependienta toda suerte de detalles sobre la ropa que vestía el niño.
Así fue como Don Cucufate –su hijo-, y Montserrat –su hija política-, es decir la esposa de Don Cucufate, finalmente la encontraron después de más de una hora de dar vueltas por el barrio y recorrer los lugares a donde acostumbraba a ir cada vez que se perdía.
El estado de mamá requería plantearse en serio que no debían dejarla salir a pasear sola. La demencia senil había llegado a un punto en mamá debía estar siempre vigilada.
Cuando finalmente llegaron a casa y Don Cucufate pudo regresar al negocio familiar –un colmado de productos selectos en la parte alta de la ciudad-, Montserrat decidió dedicarse a buscar al médico ese que según repetía incansablemente su suegra desde que la metieron en el coche tras localizarla, le había salvado la vida.
Así que tomó el listín telefónico y lo abrió por la G de Galeno, Hipócrates Galeno, decía la señora que ponía en la plaquita de la bata. No encontró ningún nombre ni siquiera parecido, pero su suegra no dejaba de insistir, de modo que se ocurrió buscar por la H de Hipócrates. No era la primera vez que Marteta, su suegra, confundía cosas.
Por Hipócrates no aparecía ningún apellido, pero sus ojos parecían verlo en algún lugar de la lista, de modo que siguió la columna y allí estaba. Vaya confusión la de su suegra.
Anotó: “Hipono Usart, Galégrates”, y dos números de siete cifras, uno precedido entre paréntesis de la frase “Domicilio particular”, y el otro de la palabra “Hospital”. Después, marcó el segundo.
Al Dr. Galégrates Hipono se le acabó pronto su sueño de obtener el Nóbel de medicina, resulta que la cruda realidad era que al hospital se le había perdido un accidentado terminal, si es que no era ya un cadáver. Y ese era un tema muy peliagudo.
El órgano de dirección del patronato que regía el hospital había decidido dar unas vacaciones al Dr. Hipono –para quitarlo de en medio y alejar la posibilidad de que la prensa tuviera noticia-, y contratar los servicios de un detective para que investigara porqué el Dr. Hipono estaba la tarde anterior salvando ancianas de ser atropelladas, mientras al mismo tiempo estaba reunido en el despacho del inspector jefe por causa de un ingresado que no estaba ingresado.
Aquella había sido una mañana prolija en decisiones tajantes para el patronato.
Para Motomán y sus mascotas, tan solo la primera mañana de sus nuevas vidas.