ADANA – TARTUS (415 km) – SIRIA.
Jueves 9 de julio. Como cada día nos dispusimos a partir, pero antes había que reponer fuerzas. En esta ocasión era en el piso más alto del hotel, donde se encontraba el comedor. Mesas redondas con manteles blancos, camareros uniformados de negro y blanco y poca gente más. Eso sí, los que había tenían la pinta de ser hombres y mujeres de negocios. El traje-chaqueta era el que imperaba (también en las mujeres).
Al fondo, en una especie de habitación, estaba el bufete del desayuno, dispuesto de tal manera que tenías que entrar despacio y en orden, como si de una capilla se tratase. En cuanto a recogimiento y ornamento, era precioso. Dentro, el camarero esperaba para ofrecernos lo que quisiésemos de lo allí expuesto. Con su porte hierático y sin apenas movimiento, al ca¬marero sólo habías de decirle: unos huevos revueltos acompañados de esa salsa de tomate que asoma un poco más atrás, y él con el índice señalaba: ésta, no, ésa.
Aquí el desayuno se convirtió en todo un ritual mágico. Mientras pa¬sabas siguiendo el orden, ibas disfrutando de los colores, rojos, amarillos, verdes de las mermeladas, en platitos dispuestos como si fuesen parte de una caja de colores de pintor. Por último, en otro nivel de la mesa, los blancos de los quesos, los marrones de los panes y los colores dorados de la repostería que después en la boca se convertirían en puro sabor a mante¬quilla. Nuestra mesa daba para mucho, era inmensa, cubierta con un gran mantel blanco que te envolvía las piernas. ¿Y las servilletas? Qué decir más
que eran y estaban en proporción a la mesa y al mantel. Se confundían con la camiseta (menos en blancura) que ese día me había puesto para mitigar los calurosos rayos del sol.
Estratégicamente, en medio del desayuno, saqué el mapa. Tenía el espa¬cio y el momento idóneo para desplegarlo e intentar ver por dónde íbamos a cruzar a Siria, ya que no teníamos muy claro por dónde realizaríamos la incursión. Finalmente se optó por el paso que más cercano estuviese a la costa mediterránea. Era la ruta que tenía más posibilidades. El motivo era muy simple: la brisa marina rebajaba la temperatura, que por la época en que estábamos era bastante elevada, y la costa y su brisa marina habían de ayudar a mitigar los rayos solares. La decisión estaba tomada: cogeríamos la autopista e iríamos hacia Iskenderun, donde según nuestro mapa ésta se acababa.
Una vez en marcha, salir de Adana no fue demasiado complicado. Las motos, como siempre, iban cargadas a tope y lo que había de parecer todo un trajín logístico de carga de equipaje ya no lo era. Todo ya era muy auto¬mático y el ritual de poner la moto en marcha se había convertido en pura rutina.
La imaginación de nuevo me empezó a jugar malas pasadas, Alejan¬dreta o Iskenderun, ya sea en griego o en árabe, era el nombre de la ciudad a la que nos dirigíamos y se dirigían en la película de Indiana Jones y la úl¬tima cruzada el Dr. Jones, padre e hijo, donde aparecen a lomos del que se supone había de ser por cronología una Zündapp ks 750, motocicleta (33) con sidecar que se utilizó en esa contienda en busca del Santo Grial. Y ciudad donde el ejército macedónico de Alejandro Magno luchó contra el Persa de
(33) La Zündapp KS 750 y la BMW R75 son dos motocicletas con sidecar que se utilizaron en la 2ª Guerra Mundial por el ejército alemán. A la Zündapp también se le conoció popularmente como el “elefante verde”. De ahí viene también el nombre de la concentración más importante (Elefantentreffen) que se celebra desde hace más de cincuenta años en la zona de Baviera, en invierno, en Alemania.
Darío en el 333 a.C. Buff, que borrachera de sensaciones más surrealistas se entremezclan a estas horas de la mañana.
Lo que sí que está claro es que Alejandreta (me gusta más este nombre) estaba cargada de historia, de película o real, por lo que seguramente había de ser una población digna de visitar. De hecho hoy se la conoce, entre otras cosas, por ser un puerto militar importante. Pasamos y dejamos la autopista para girar hacia oriente, tampoco mucho, pero sí lo suficiente para llegar y pasar por Antakya, ubicada en un cruce de rutas comerciales entre el Mediterráneo y Asia. Durante la época romana fue una de las ciu¬dades más importantes del imperio. Y en el siglo XI fue protagonista de la primera Cruzada, primero Antakya, después Tierra Santa, Jerusalén.
A mi compañero Albert y a mí, esta ciudad nos decía también que es¬tábamos cerca de la frontera con Siria, a unos 50 kilómetros de distan¬cia, aproximadamente. Dicen que en las cruzadas hubo dos corrientes o tendencias: una más espiritual y otra más belicosa. Nosotros nos queda¬mos con la primera, la más espiritual, y esperamos que una vez en Siria no hubiera nadie que se acordara de aquellos cruzados que escogieron la segunda, que fueron muchos, y que siglos atrás con otro tipo de caballos arrasaron y amedrentaron a todo el que se les puso por delante.
Como de costumbre cuando llevas tantas horas encima de la moto, y ya estamos cerca del mediodía, siempre hay algo que te hace volver a conectar con ese centímetro de rueda que toca al suelo que es el mundo real. Entra¬mos en una nueva población, Hurbiye, la última que nos queda antes de entrar en tierra Siria. La frontera no está demasiado lejos, pero nos resulta muy difícil encontrar la dirección correcta al pasar por el medio de la po¬blación. Damos vueltas y vueltas por la localidad, pasamos por delante en varias ocasiones de unos cuarteles militares. Los interfonos que llevamos para comunicarnos de moto a moto se apagan, da la sensación como si los hubiesen interferido, quedando incomunicados hasta la próxima parada.
Hemos de hacer un esfuerzo para no perdernos. El caos de la ciudad es considerable y eso provoca que no encontremos el momento para parar y mirar de conectar de nuevo los intercomunicadores. Teníamos ganas de llegar a la frontera y allí ya revisaríamos las telecomunicaciones. Creíamos que ya estábamos cerca y que además sería una frontera como Dios man¬da, pero la realidad, una vez encauzados de nuevo en la carretera que dedu¬cimos que había de ser la que nos había de entrar en Siria, iba a ser otra.
La carretera estaba desértica, sin un coche, desamparada por todos la¬dos, no tenía nada que ver con el estereotipo de frontera que en nuestra cabeza nos habíamos formado. De hecho llegó un momento en que nos quedamos sin carretera. Sí, tal como suena, de golpe la carretera se convir¬tió en una pista entre árboles, por la que se había de circular muy despacio. Nos empezamos a mosquear un poco, además no había tránsito motoriza¬do. Finalmente apareció una gran máquina excavadora moviendo tierra. Paramos y preguntamos. Con toda normalidad, el operario nos dijo que íbamos bien, que continuásemos.
Hicimos unos cinco kilómetros por esa pista, y al final vislumbramos lo que había de ser una barrera con una garita, que dedujimos que era de la frontera. De pronto, en cuestión de instantes, detrás nuestro, dos coches a velocidad no apropiada para el momento ni para el terreno se adelantaban de forma poco amigable. Nosotros acabábamos de aparcar las motos en la entrada, cerca de la barrera, y nos vimos obligados a sacarlas rápidamente, ya que parecía que estábamos en el radio de lucha de esos dos energúme¬nos y no era conveniente vernos involucrados en ningún conflicto auto¬movilístico.
Una vez los coches estuvieron parados justo uno al lado del otro en la barrera, bajaron dos de sus ocupantes, en sus coches cargados a tope iban el resto de los ocupantes, que parecían familia. Albert y yo, de espectadores en un lado, veíamos que se iban diciendo lo que al parecer eran imprope¬
rios, por supuesto, nada amistosos. Los dos coches parados, uno al lado del otro, habían de decidir quién de ellos pasaba primero. Finalmente un acelerón brusco de uno de ellos tomó la sabia decisión. El polvo y las pie¬dras repartidas por las ruedas fue la prueba palpable que hizo que uno de ellos entrara el primero en el recinto fronterizo. Albert y yo nos miramos y, sin mediar palabra seguimos detrás. Seguramente, pensamos en silencio: ¿Siria será así? ¿Será verdad el estereotipo de los sirios que nos habíamos formado cuando sacamos los visados? Recuerdo que no parecían dema¬siado simpáticos en la embajada de Madrid. Fue la embajada en la que la sequedad y la falta de simpatía imperaron en todo momento y en todos y cada uno de los trámites.
Una vez de nuevo subidos en nuestras raudas monturas, enfilamos hacia el espacio fronterizo que se abría delante de nuestros ojos. Salir de Turquía fue fácil y todos los trámites rápidos. Una vez ya en puertas de la frontera siria, todo fue también correcto y afable. Nos quedamos más tran¬quilos, además, nada más entrar en el tema del papeleo rápidamente entra¬ron en juego las bromas sobre si tú eres del Barcelona o del Real Madrid. El ambiente se relajó y empezamos con el ritual fronterizo.
En comparación con Turquía, aquí las cosas llevan otro ritmo, que no deja de seguir al fin y al cabo otro tipo de protocolo, pero claro, un proto¬colo muy sui generis, un protocolo a la Siria.
En una especie de caseta, rellenamos el formulario de los datos del pa¬saporte con los datos personales (como venía siendo costumbre te pedían la profesión que ejercías), después una vez presentado junto con el carnet de passage te ponen sellos por doquier. Era muy importante que en el carnet de passage estuviese muy claro el día de entrada y el nombre del lugar por dónde lo hacías. Albert en eso era muy cuidadoso y estaba muy pendiente, ya que un error tonto podía hacer que a la vuelta no nos devolviesen el aval que habíamos sacado en el banco y que habíamos gestionado con el RACE.
En un principio se había de intentar que escribiesen en inglés, pero no siempre era así y acababa siendo en árabe.
Bien, ahora teníamos ya casi todo, sólo faltaba el seguro. Sí, tal como suena, habíamos de sacar un seguro ya que te obligaban, además nuestra carta verde no cubría el paso por Siria. Al fondo, a la salida, a la izquierda había otra caseta, donde sacaríamos ese susodicho documento. En el inte¬rior se encontraban unos sofás desvencijados y una mesa destartalada que nunca había hecho juego con las sillas que tenía en frente; allí había un grupo de niños viendo la televisión y otro chaval un poco más mayor fue el que rellenó con los datos del carnet de passage el formulario del seguro. La verdad es que, aunque no pareciese serio, era lo que había. Por un mes, que era lo mínimo por lo que se podía sacar, nos cobraron 40 euros a cada uno. Una vez obtenido el recibo conforme habías pagado, nos hicieron pasar a la caseta del otro lado, allí nos sellaron el carnet de passage de nuevo y nos graparon el seguro, todo en árabe. Ese documento, del que sólo entendía¬mos el número de la matrícula de la moto, era nuestra garantía de que, si pasaba cualquier cosa, estábamos salvados en tierra infiel.
Bueno, creíamos que ya estaba todo controlado, pero no fue así. Fal¬taba el último paso, ir al médico. Sí, tal como suena, un médico nos pasó una visita de 30 segundos, nos preguntó si habíamos estado recientemente en Méjico y si teníamos síntomas de la famosa gripe A, como por ejemplo tener o haber tenido fiebre. Que nadie piense que esto transcurría en una consulta convencional, sino que pasaba detrás de un mostrador con un grupo más de personas haciendo cola y con el papelito en las manos don¬de especificabas tu historial médico, que habías redactado cinco minutos antes.
Ahora sí, ahora ya estábamos en Siria, y raudos y veloces salimos hacia no se sabe dónde. El nerviosismo, ahora traducido en prisa, rápidamente se vio aplacado. La evidencia se imponía. El asfalto era malísimo, resbala¬
dizo y por tanto peligroso. De hecho fue fácil comprobarlo cuando intenté frenar antes de entrar en una curva que no había visto muy clara.
La temperatura está a 34 grados, y aunque acostumbrados, hace calor, sobretodo por el que hemos acumulado en el paso fronterizo. Son prácti¬camente las tres de la tarde y toca parar a comer algo. Mientras nos comu¬nicamos a través del interfono con Albert para ver dónde nos detenemos, tengo el segundo susto en pocos minutos, ya que al soltar una mano para ajustar bien el micro provoca que la moto haga otra tontería.
Paramos en una especie de tienda-terraza, a pie justo de carretera. Las motos quedan aparcadas en el arcén con bastante falta de estabilidad, pero es que no hay otro sitio apropiado. La K 1200 LT pasa de los 400 kilos con toda la carga, la de Albert no es tan pesada, pero también, por tanto lo que puede resultar un acto sencillo como es el bajar de la moto a veces se convierte en un ejercicio complicado en el que tienes de catar el terreno con el pie y la pata de cabra para ver su dureza, así como la pendiente para garantizar la estabilidad en parado de la máquina.
Una vez conseguido esto, subimos unas escaleras y nos sentamos. Al lado, una familia, mujer e hijos (muchos hijos) están también sentados comiendo algo que no acierto a ver. El señor del colmado nos observa, al igual que un par de carteles inmensos del Presidente Sirio Bashar al-Assad, uno vestido de civil y otro de riguroso uniforme militar (que la verdad im¬pone bastante) y espera (el señor del colmado).
Nos vamos sacando de encima los diferentes enseres, casco, guantes, chaqueta, para acercarnos al mostrador y pedir la que hoy será nuestra comida, almendras, cacahuetes y Coca-Cola. Nos da la sensación de que hemos retrocedido un poco en el tiempo si los comparamos con Turquía. Supongo que esta sensación también viene dada por una suma de cosas, como ha sido el tipo de frontera por la que hemos pasado, más destartalada de lo que esperábamos, así como la carretera e incluso el lugar donde ahora …