McBauman
Curveando
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Tenía que ser Miquel Silvestre, el tipo que para ver tres mil estrellas en el cielo de África tuvo que sufrir un millón de piedras en el suelo africano.
Un verano, en el que no tenía vacaciones, salió con su moto un fin de semana y apareció en algún país europeo. El domingo tuvo que volver a trabajar, así que cogió un avión. Y el viernes siguiente subió a otro para seguir viajando, por Europa, con su moto. Como si fuera lo más normal del mundo.
Pero es que leyendo su “Europa low cost. Sin dejar de trabajar” uno llega a creerse que se puede hacer eso de recorrer toda Europa uniendo, en moto, aeropuertos que se unen a Barcelona con vuelos de bajo coste ¡oh, no!
Y aunque no lo pareciera, un libro de viajes por la vieja Europa, llega a ser un libro de aventuras. Porque que te paren dos policías de una república inexistente con armas viejas que disparan de verdad, no es ninguna broma. Porque ver la final de un mundial de fútbol entre Holanda y España en la capital de los tulipanes, tiene sus riesgos. Porque saltarse toda una cola en una frontera balcánica, por todo el morro, tiene guasa. Porque hay un vecino de un albergue que es gilipollas, porque de un audi pueden bajar dos gordos alemanes o porque una guapa policía te puede advertir que, con su pistola, no ha matado a nadie, todavía. Porque una aventura es buscar pistas para pasarlo bien pasándolo mal.
Uno pudiera pensar que eso de pasar todos los fines de semana del verano recorriendo Europa tiene su parte negativa, porque, claro, ¿qué pasa con tu novia, tus amigos, tu familia? Miquel Silvestre encuentra solución a éste y otros problemas: te llevas a tu madre a Berlín, a tu novia a París, a aquella amiga de Irlanda a Alemania... y, de paso, aprovechas que lo bueno de los viajes es que haces amigos. Y que, viajando, vuelves a encontrarlos.
Miquel Silvestre recomienda lugares por los que salir a correr por la mañana para quemar la resaca propinada por las cervezas o el vino que recomienda para las cenas de la noche anterior. Y si el hotel tiene sábanas (y lo que no son sábanas) rosas, te lo cuenta. Y si el desayuno es una bazofia, te lo chiva. Y si hay que saltarse mil semáforos en rojo para llegar a aquella catedral, te lo sugiere. Y si la frontera entre culturas se dibuja en un mantel con el aceite de oliva, te lo advierte.
Porque cuando a un viajero le gusta más mirar que ver, da igual en qué continente se encuentre, porque mirando desde un mullido limbo de despreocupación es como realmente se ven y viven las historias. Las que pueden ayudar a alcanzar la sabiduría.
Y ahora se me ocurren un millón de aeropuertos a los que volar para recorrer tres mil kilómetros. Aunque, en algún lugar, haya alguna mochilera con trenzas que no lo entienda.