6F405650566340574B444B41405F250 dijo:
PD: Dónde para el [highlight]Chatarrero[/highlight] ... se le ha acabado la cuerda u qué?[/size]
¿La cuerda? ¿A mí?
Toma, pa que tenteres:
CAPITULO XIII
(Un superhéroe. No basta con serlo, hay que parecerlo)
Zzzzsssst, se había convertido en una pieza fundamental del equipo, aunque lo cierto era que todos eran imprescindibles, se complementaban a la perfección.
Como hablaban idiomas diferentes, desde un principio optaron por tener conversaciones silenciosas, y limitarse a utilizar uno de sus variados superpoderes, el de transmitirse los pensamientos directamente, sin utilizar el farragoso mecanismo de convertir esos pensamientos en estado virgen –antes justo de tomar forma en un léxico concreto-, a frases elaboradas que luego debería articular una lengua, o una trompa –en el caso de Zzzzsssst- y tras hacer pasar aire por las correspondientes tráqueas, lanzar palabras por la boca, o por la trompa.
El caso era que Zzzzsssst, conocedor, gracias a sus habilidades congénitas de meterse por todas partes, de los más insospechados lugares, había estado providencial al encontrar aquel refugio perfecto. Era realmente sorprendente la cantidad de sitios que hay tan solo unos metros más allá de donde pasamos todos los días y de los que ni siquiera podemos llegar a sospechar que puedan existir.
Aquella amplia galería habilitada como almacén de material durante la construcción de la línea del metro, y abandonada después, sería un cuartel general perfecto.
La primera decisión que tomaron nuestros amigos fue la primera que todo superhéroe que se precie debe tomar; dotarse de uniformes de guerra adecuados.
Zzzzsssst lo tuvo claro desde el principio porque siempre lo había deseado y nunca pudo hacerlo, pero ahora que tenía superpoderes sería un juego de niños colocarse entre la cabeza y el abdomen (cubriendo parcialmente el tórax) una diminuta –a escala humana- bolita perforada de plata, que además no le costó encontrar. Hacía mucho tiempo que la tenía localizada en la rendija entre dos bordillos de las Ramblas a la altura de la calle Sucedió Bien, justo detrás de un quiosco. Era la que terminaba las cuentas y aún tenía adosado el cierre de lo que fue un collar.
Tras ser debidamente pulida y colocada, Zzzzsssst, al volar, despedía unos destellos espectaculares, como ningún otro superhéroe había sido capaz de hacer hasta entonces. Parecía un minúsculo proyectil capaz de cambiar de trayectoria con la velocidad del rayo.
Jacin, en un principio optó por un traje de vivos colores de tipo “licra”, que se ajustara a su ahora marcada y armónica musculatura, compró varios de esos tejidos en el Corte Inglés el día de su fuga del hospital, pero tras algunas pruebas decidió que no era lo correcto. A pesar de no afectarle a él –era indestructible-, un motard no podía ir vestido de bailarina de ballet, daba un mal ejemplo. El iría vestido de motard; botas de caña alta, pantalones de pana gruesa, chupa de piel años 30, gorro de aviador, también de piel, guantes a juego y gafas de aviador, también años 30. Un gran bordado en la espalda; “MOTOMAN”, completaría su equipo.
Lucero, más prosaico y natural, optó por la desnudez –le resultaba más cómodo-, tan solo una capa de color negro azabache y forrada de lentejuelas azules y blancas dibujando la palabra “MOTOCAN” constituiría su uniforme de guerra.
Vestidos de esa guisa, y a escasos metros de donde Yolanda esperaba el metro que la llevara al Paseo Gracioso, acabaron de perfilar su estrategia.
CAPITULO XIV
En el otro extremo del mundo los herederos y continuadores de las doctrinas económicas implantadas por Ronaldo Reegee y avaladas y potenciadas por su homónima en el Reino de la Decadencia Unida, acababan de perder las elecciones.
Así, el que comprara en sociedad con Ánsar una destilería de wodka y dejara sin Don Simón y Vega Sicilia a Reputin, acabaría su mandato como pésimo estadista –luego se le justificaría por ser amo absoluto de una oligofrenia galopante-, y por ello volvería a darse a la bebida, no de vodka –que no le gustaba- sino de chinchón. Por aquello de la clase y el nivel.
Allí mismo, estaba a punto para ser investido Pope Mayor un tal Obamos Cava, del que muchos decían que “por muy bronceado que esté, un pijo, siempre será un pijo”.
Parecía, de todos modos, que a la fin los voraces integrantes de la secta de los “neocon”, formados en Harvard, empapelados en masters obtenidos en Tokio, y amos de Wall Street, avezados, por tanto, en lenguas crípticas y acuñadores de la máxima hasta el momento imperante de; “A Beneficio privado, error colectivo. A mis pérdidas personales, pérdidas sociales”, parecía que tenían sus días contados.
Sobre todas estas cosas y muchas otras relacionadas con la empresa que se habían propuesto llevar a buen fin, era sobre lo que debatían Motomán, Mosquimoto y Motocan.
Era imprescindible no dejar nada al azar, cualquier dato era relevante, todos los entresijos del sistema debían ser analizados y debatidos, para afrontar con éxito la ardua tarea de sacar de su poltrona a Pedro Nadetarro.
Eran absolutamente sabedores que los fines que movían la DGTR eran única y exclusivamente los de atesorar las más grandes cantidades de dinero, por lo tanto del dinero y del poder –cosas destinadas a compartir techo-, y de aquellos que lo controlaban y manejaban, era de lo que debían saber más.
Si la DGTR dejaba de producir dinero, Pedro Nadetarro habría fracasado, y sus superiores –responsables intermedios entre este y los verdaderos ladrones- se desharían de él, antes que de ellos mismos.
Establecido pues el origen de los males, señalados sus responsables y desgranada la laberíntica trama que los hacía posibles, nuestros héroes se pusieron manos a la obra, y empezaron por salir de “compras”. Necesitaban material y pertrechos, y los tomarían prestados.
Era ocho de agosto, y a esa hora Galécrates Hipono enfilaba en un taxi la Sukhumvit Road en busca del JW Marriott Hotel.
CAPITULO XV
De entre todos los números que encontró en la lista de contactos del Nokia E90 que Carlitos, a su pesar, le entregara, diecisiete habían sido ya descartados, todos pertenecían a domicilios que solían encargar pizzas, aunque no dejaba de ser curioso, que todos, o mejor dicho, todas las entrevistadas –siempre señoras de mediana edad y de buen ver-, acabaran por confesar que también solían pedir que fuera Jacin el que les hiciera llegar el encargo, no obstante, nada más allá de lo que parecía obvio, aportaba ningún dato de valor al detective Lalupa. Revisó el resto de la lista y pudo comprobar que los números restantes también estaban identificados con nombres de mujer.
Decidió probar suerte y accedió a la lista de llamadas recibidas; Un solo número, justo el de Martina. No le serviría.
Lo intentó con la de llamadas enviadas, y ahí estaba, un único número, y esta vez pertenecía a un teléfono fijo con prefijo diferente al de la ciudad. Valía la pena intentarlo.
Cuando tras llamar –a diferentes horas- por décima vez al número no obtuvo respuesta, Arnaldo supo que ahí había pomodoro maturo. Tendría que mover algunos hilos para descubrir quién estaba detrás de aquel teléfono.
No le costó demasiado averiguarlo, y tampoco le costó ningún favor, el prefijo correspondía a un pueblecito interior de la región norte. Se hizo con un listín telefónico de la zona y tras repasar media página –los correspondientes al pueblo ocupaban apenas una- dio con él.
Sería una buena idea aprovechar el fin de semana para presentarse personalmente, y de paso también visitaría alcuni camerati de la familia, que utilizaban la zona para apartarse de la circulación cuando en su Sicilia natal las cosas se ponían feas.
Lalupa, aunque formalmente no pertenecía a ninguna de la familias, se había criado en su ambiente, conocía a sus miembros y se llevaba bien, incluso, con gentes de clanes enfrentados, y ya desde ragazzo hacía para ellos todos los favores que le solicitaban.
Siempre había sido un superviviente nato y sabía nadar en todas direcciones, ninguno le pidió jamás un favor que lo pudiera comprometer con alguno de los otros.
Se levantó –como siempre- temprano, tomó una ducha fría y desayunó dos huevos fritos a la calabresse con mucho picante y acabó con la media botella de Syrah tinto que sobró de la cena.
Lustró a conciencia los “Pollini”, y escogió para la ocasión el Dolce&Gabbana blanco de hilo, llevaría una ligera camisa negra de Enrico Monti, sin corbata.
Ajustó las correas de la fondina, comprobó que los cinco orificios del tambor del pequeño Ruger SP 101 del .357 estuvieran ocupados, lo aseguró a la fondina, y se dispuso a bajar hasta el parking del edificio.
Eran las nueve de la mañana cuando un Triumph GT 6 MkIII 2 litros de color rojo del 70 aminoraba la velocidad al acercarse al primer radar que había al salir de la ciudad. Cuando estuvo seguro de que ya no podía ser detectado, aceleró a fondo.
Arnaldo Lalupa no podía saber que el radar nunca se hubiese disparado.
Aunque involuntariamente, Motoman, lo había inutilizado.
CAPITULO XVI
Si Carlitos Sirena hubiese sabido los problemas que le llegaría a acarrear haber contestado marcando desde el móvil de Jacin una llamada incontestada a su propio teléfono, jamás hubiese pensado en ahorrarse unas monedas utilizando el móvil del accidentado.
Pero así lo hizo, y tras llegar a casa aquel día, después de cinco horas retenido en el hospital, repasó la lista de llamadas recibidas, y marcó. Después de no recibir contestación olvidó la llamada para siempre.
Narcís Surera, era el cabeza visible de la quinta generación. La saga de los Sureras era la viva muestra del éxito empresarial. Él mismo, estaba considerado el único empresario “corchero” de toda la comarca, y aún del país, capaz no solo de sobrevivir, sino, de progresar. Y de que manera.
A partir del segundo tercio del siglo pasado la explotación del corcho sufrió un declive agónico y continuado, solo ciertas modas en el terreno de la decoración, insuflaron algo de aire en la decadente industria que veía, impotente, como nuevos materiales sustituían su materia primera, incluso en aquellos menesteres que consideraban inamovibles.
Narcís siempre supo encontrar nuevos mercados y aunque ciertas ventas debían ser disimuladas con multitud de complicados papeleos para ocultar el destino de la mercancía, sus empleados nunca estuvieron ociosos. Por eso Florià Malversante, su amigo de la infancia, y desde que se hiciera cargo del negocio familiar, su asesor de confianza, regentaba a su vez la gestoría más floreciente de la capital de la comarca, con delegaciones en casi todos los pueblos de la misma.
En la reunión del dia anterior, Narcís volvió a comentar la intranquilidad que le producía el que aquella llamada a un número equivocado pudiera traerle problemas. Era la primera vez que hacía algo así, llamar desde un fijo de la empresa y encima equivocarse de número. Sí, ya sabía que tan solo sonó dos veces cuando se percató del error y colgó, pero en algún sitio constaría el número. Había llamadas que no se debían hacer aunque fueran de vital importáncia, si la linia no era segura y su móvil inidentificable se hubiese hecho añicos al caérsele del bolsillo en una prensa compactadora.
Floriá volvió a tranquilizar a su amigo quitándole importáncia al hecho y acordaron pasar el fin de semana con las Alsina y los niños –así llamaban entre ellos a sus mujeres, hermanas entre sí, y también colegas de la época escolar.
En el momento en que Arnaldo retiraba la “American Express” de la ranura de cobro del peaje, a unos quince minutos de su destino, Narcís, apretaba ligeramente el acelerador de su Z6 V8 Twin Turbo y dejaba que la transmisión automática hiciera el resto.
Cuando el detective aparcó frente al muelle de carga de “Manipuladors del Suro, S.A.”, el fantástico BMW de su objetivo aquel día, superaba la barrera del peaje mientras su conductor metía el “plástico platino” en su bolsillo.
Esa mañana, mientras Arnaldo Lalupa interrogaba con preguntas aparentemente inocentes al camarero del bar “El Tap”, y Narcís disfrutaba con la familia en Pont a la Aventura, tres sigilosas figuras pintaban de sombras las paredes del depósito de vehículos requisados de los Cuadrantes Azules.