Despertaferro
Curveando
CAPÍTULO I
A pesar de lo gélido del ambiente gruesos goterones se le desprendían de la frente mojando la visera también por la parte interior, o eso le parecía a él, ya que era tanta el agua que estaba cayendo que era imposible distinguir la que empezaba a calar desde fuera de la producida por el sudor debido a su propio esfuerzo.
Tenía que llegar a la cima del puerto como fuese y debía hacerlo lo antes posible, el asfalto ya ni se veía y una gruesa película de agua se precipitaba por él, dando a la carretera el aspecto de un río embravecido. Luchaba desesperadamente por mantener su moto en la vertical y circulaba por lo que intuía era el centro de la calzada, pues ya no podía distinguir las cunetas del propio asfalto.
En un corto tramo recto se vio obligado a acelerar de forma temeraria para poder atravesar la cascada de agua que desde la vertiente izquierda de la montaña se precipitaba sobre la carretera tras haber desbordado completamente el cauce. Un ensordecedor estruendo justo a su espalda sucedió de inmediato a la derrota de la carretera ante el ímpetu del agua desmadrada.
- Por aquí no podré volver a pasar. Pensó.
La potente luz del faro, a pesar de ser las doce de la mañana, apenas si podía abrirse paso entre la cortina de agua y el denso color gris que colonizaba el día. Finalmente, y tras caer un par de veces y volver a levantar la moto a fuerza de puro desespero, logró llevar su GS hasta el alto del puerto, donde sabía, por conocerlo de anteriores visitas, que a su izquierda se extendía un prado en el que a unos cien metros de la carretera se levantaba una pequeña cabaña de pastores hecha de piedra seca. Allí podría refugiarse hasta que amainara.
Casi a tientas y guiándose más por su recuerdo que por lo que le permitía la vista, se dirigió a lomos de la GS hacía donde creía que se hallaba el que iba a ser su refugio.
Tras recorrer a penas veinte o treinta metros, con el agua hasta los tobillos y en medio de una nube de vapor producida por el propio motor en contacto con el agua, la rueda delantera se hundió más de medio metro haciéndolo casi saltar por delante del manillar.
Decidió dejar la moto allí mismo, sacó la llave del contacto, destrabó el pequeño “top-case” que transportaba en la trasera, y se dispuso a recorrer los escasos metro que lo separaban de la cabaña, a pié.
Ya podía distinguir entre la lluvia la pequeña construcción y puso todo el empeño en llegar a ella luchando con el barro que aferrándose con inusitada fuerza a sus botas parecía decidido a no dejarlo escapar.
Entró casi de rodillas por la minúscula abertura llevando el “top-case” delante de él, y permaneció unos minutos recostado contra la pared en la más completa oscuridad. Luego, lentamente, se quitó los guantes y el casco y a tientas abrió el “top-case” en busca de la pequeña linterna de “leds” y el par de mecheros que siempre solía llevar.
Milagrosamente la linterna y uno de los mecheros funcionaban y pudo hacerse una idea de lo que lo rodeaba;
El espacio era circular y angosto, y de apenas un metro y medio de altura. El suelo estaba seco ya que la cabaña se hallaba ligeramente elevada respecto al terreno circundante. Por un agujero en el techo, junto a la pared, entraba el agua de la lluvia, pero volvía a salir por otro, también junto a la pared, sin afectar el resto del piso. También vio, a un lado, un haz de leña milagrosamente seca, y formado por troncos de diversos calibres.
Después de más de una hora, que le pareció eterna, empezó a amainar. Ahora llovía débilmente, y desde el techo de la cabaña se elevaba con firme vocación de verticalidad, una blanca y espesa columna humo. Como única señal de vida en mitad de la nada.
Tras despojarse de la ropa, vaciar de agua sus botas y volverse a medio vestir con las prendas de recambio que llevaba en la bolsa estanca del “top-case”, esperó al calor de la lumbre, entre lágrimas y carraspeos producidos por el humo, a que dejara de llover del todo.
No tenía ni idea de la hora –su móvil había dejado este mundo tras no poder resistir una apnea tan prolongada dentro del bolsillo de la cazadora- pero era de día, así lo corroboró un frío pero intenso rayo de sol que se colaba por la entrada de la cabaña.
Salió al exterior y pudo ver como en el horizonte las nubes mostraban una herida por la que se habría paso la luz de un sol que pugnaba con fuerza por acabar de rasgar la densa capa de nubes que ya empezaba a flaquear en su empeño por ahogar el mundo.
La GS seguía cabizbaja, como postrada, con la rodilla de su rueda delantera clavada en el blando suelo. Estiró del manillar hacia atrás apoyando en el firme sus empapadas botas, y no sin esfuerzo logró rescatarla de las garras del barro. Puso la llave y dio al contacto. Tras toser con un tono inusual, metálico y apagado, casi lúgubre, el bóxer cobró fuerza dejando escapar un familiar y bronco murmullo que de inmediato se extendió por el prado.
Salió hasta la carretera, giró a la izquierda y se dispuso a descender el puerto sin deshacer camino. La ropa húmeda le producía escalofríos y los guantes seguían escupiendo agua cada vez que apretaba el embrague o afirmaba la mano sobre el puño del gas.
Recorrió, con dificultad, unos doscientos metros sorteando toda suerte de piedras, barro y troncos hasta que una brecha de dos metros de anchura y al menos otros tantos de profundidad, atravesando la estrecha cinta de asfalto, lo obligaron a dar la vuelta...
La tiritera y el mal estar producidos por la humedad que impregnaba la ropa quedaron como un lejano e inocuo recuerdo ante la creciente sensación de vacío que iba conquistando su estómago -solo un triste cortado lo había visitado en las últimas quince horas-, el hambre se manifestaba ahora con hiriente intensidad .
Su carácter tranquilo y la estoicidad con que afrontaba habitualmente los problemas empezaban a verse alterados. Un problema seguía a otro, superponiéndose al precedente, pero sin hacerlo desaparecer.
Dejó la moto, esta vez en medio de la carretera –le gustaba ser trasgresor- ahora que podía, y a pesar de su negro horizonte, se sonrió a si mismo, satisfecho;
Que vengan los “mossos” y me multen si pueden. Que les den.
Ya instalado de nuevo en la cabaña, comprobó lo rápido que se consumía la leña y decidió salir en busca de más troncos para que pudieran ir secándose antes de que se acabara toda.
Acompañado de la creciente luz del sol se internó en el bosquecillo que se extendía ladera abajo detrás de la cabaña y fue recogiendo ramitas y troncos. De repente llamó su atención un rodal de setas que ocupaba un pequeño claro en la espesura del bosque. Dejó a un lado la carga de leña y quitándose la chupa la dispuso en el suelo, recogió todas las setas, las colocó sobre la extendida chupa, la plegó sobre ellas a modo de bolsa y regresó al refugio de la cabaña cargando satisfecho ambos tesoros, la leña, y la comida.
Después de dejar la leña y las setas a buen recaudo en la cabaña volvió a salir en busca de una gran cepa con la que se había topado en el camino de regreso. Le costó bastante entrarla por la angosta abertura, pero con ella se aseguraba calor para toda la noche.
Asó las setas sobre una losa de pizarra que colocó sobre unos rescoldos del fuego que seguía ardiendo y cuando el sol ya se disponía a abandonar el horizonte dorando con sus reflejos las pocas nubes que aún persistían en permanecer en el cielo se dispuso a dar cuenta de ellas.
Casi se podría decir que se encontraba cómodo. La ropa se había secado, la temperatura en la cabaña era agradable y las setas pese al regusto dulzón –que él atribuyó a la falta de sal-, estaban exquisitas.
Una vez hubo terminado de dar cuenta del ágape y un poco mareado –según él debido al humo de la hoguera- salió al exterior y bebió largamente de un charco de agua transparente y límpida que se había formado en medio del prado, donde el terreno formaba una pequeña hondonada. Siendo ya negra noche regresó a la cabaña guiado por el resplandor que surgía por la abertura de la puerta , recolocó la gran cepa junto a las brasas, apiló algunas ramas junto a las demás en el lado opuesto al de la hoguera y estirándose al lado del fuego se tapó con la chupa.
Durante, quizás, treinta segundos lo fue invadiendo un agradable sopor en el que se sentía ligero e ingrávido mientras iba ascendiendo por una irisada y brillante espiral de humo. Finalmente, con una enorme sonrisa en los labios, se quedó profundamente dormido.
A pesar de lo gélido del ambiente gruesos goterones se le desprendían de la frente mojando la visera también por la parte interior, o eso le parecía a él, ya que era tanta el agua que estaba cayendo que era imposible distinguir la que empezaba a calar desde fuera de la producida por el sudor debido a su propio esfuerzo.
Tenía que llegar a la cima del puerto como fuese y debía hacerlo lo antes posible, el asfalto ya ni se veía y una gruesa película de agua se precipitaba por él, dando a la carretera el aspecto de un río embravecido. Luchaba desesperadamente por mantener su moto en la vertical y circulaba por lo que intuía era el centro de la calzada, pues ya no podía distinguir las cunetas del propio asfalto.
En un corto tramo recto se vio obligado a acelerar de forma temeraria para poder atravesar la cascada de agua que desde la vertiente izquierda de la montaña se precipitaba sobre la carretera tras haber desbordado completamente el cauce. Un ensordecedor estruendo justo a su espalda sucedió de inmediato a la derrota de la carretera ante el ímpetu del agua desmadrada.
- Por aquí no podré volver a pasar. Pensó.
La potente luz del faro, a pesar de ser las doce de la mañana, apenas si podía abrirse paso entre la cortina de agua y el denso color gris que colonizaba el día. Finalmente, y tras caer un par de veces y volver a levantar la moto a fuerza de puro desespero, logró llevar su GS hasta el alto del puerto, donde sabía, por conocerlo de anteriores visitas, que a su izquierda se extendía un prado en el que a unos cien metros de la carretera se levantaba una pequeña cabaña de pastores hecha de piedra seca. Allí podría refugiarse hasta que amainara.
Casi a tientas y guiándose más por su recuerdo que por lo que le permitía la vista, se dirigió a lomos de la GS hacía donde creía que se hallaba el que iba a ser su refugio.
Tras recorrer a penas veinte o treinta metros, con el agua hasta los tobillos y en medio de una nube de vapor producida por el propio motor en contacto con el agua, la rueda delantera se hundió más de medio metro haciéndolo casi saltar por delante del manillar.
Decidió dejar la moto allí mismo, sacó la llave del contacto, destrabó el pequeño “top-case” que transportaba en la trasera, y se dispuso a recorrer los escasos metro que lo separaban de la cabaña, a pié.
Ya podía distinguir entre la lluvia la pequeña construcción y puso todo el empeño en llegar a ella luchando con el barro que aferrándose con inusitada fuerza a sus botas parecía decidido a no dejarlo escapar.
Entró casi de rodillas por la minúscula abertura llevando el “top-case” delante de él, y permaneció unos minutos recostado contra la pared en la más completa oscuridad. Luego, lentamente, se quitó los guantes y el casco y a tientas abrió el “top-case” en busca de la pequeña linterna de “leds” y el par de mecheros que siempre solía llevar.
Milagrosamente la linterna y uno de los mecheros funcionaban y pudo hacerse una idea de lo que lo rodeaba;
El espacio era circular y angosto, y de apenas un metro y medio de altura. El suelo estaba seco ya que la cabaña se hallaba ligeramente elevada respecto al terreno circundante. Por un agujero en el techo, junto a la pared, entraba el agua de la lluvia, pero volvía a salir por otro, también junto a la pared, sin afectar el resto del piso. También vio, a un lado, un haz de leña milagrosamente seca, y formado por troncos de diversos calibres.
Después de más de una hora, que le pareció eterna, empezó a amainar. Ahora llovía débilmente, y desde el techo de la cabaña se elevaba con firme vocación de verticalidad, una blanca y espesa columna humo. Como única señal de vida en mitad de la nada.
Tras despojarse de la ropa, vaciar de agua sus botas y volverse a medio vestir con las prendas de recambio que llevaba en la bolsa estanca del “top-case”, esperó al calor de la lumbre, entre lágrimas y carraspeos producidos por el humo, a que dejara de llover del todo.
No tenía ni idea de la hora –su móvil había dejado este mundo tras no poder resistir una apnea tan prolongada dentro del bolsillo de la cazadora- pero era de día, así lo corroboró un frío pero intenso rayo de sol que se colaba por la entrada de la cabaña.
Salió al exterior y pudo ver como en el horizonte las nubes mostraban una herida por la que se habría paso la luz de un sol que pugnaba con fuerza por acabar de rasgar la densa capa de nubes que ya empezaba a flaquear en su empeño por ahogar el mundo.
La GS seguía cabizbaja, como postrada, con la rodilla de su rueda delantera clavada en el blando suelo. Estiró del manillar hacia atrás apoyando en el firme sus empapadas botas, y no sin esfuerzo logró rescatarla de las garras del barro. Puso la llave y dio al contacto. Tras toser con un tono inusual, metálico y apagado, casi lúgubre, el bóxer cobró fuerza dejando escapar un familiar y bronco murmullo que de inmediato se extendió por el prado.
Salió hasta la carretera, giró a la izquierda y se dispuso a descender el puerto sin deshacer camino. La ropa húmeda le producía escalofríos y los guantes seguían escupiendo agua cada vez que apretaba el embrague o afirmaba la mano sobre el puño del gas.
Recorrió, con dificultad, unos doscientos metros sorteando toda suerte de piedras, barro y troncos hasta que una brecha de dos metros de anchura y al menos otros tantos de profundidad, atravesando la estrecha cinta de asfalto, lo obligaron a dar la vuelta...
La tiritera y el mal estar producidos por la humedad que impregnaba la ropa quedaron como un lejano e inocuo recuerdo ante la creciente sensación de vacío que iba conquistando su estómago -solo un triste cortado lo había visitado en las últimas quince horas-, el hambre se manifestaba ahora con hiriente intensidad .
Su carácter tranquilo y la estoicidad con que afrontaba habitualmente los problemas empezaban a verse alterados. Un problema seguía a otro, superponiéndose al precedente, pero sin hacerlo desaparecer.
Dejó la moto, esta vez en medio de la carretera –le gustaba ser trasgresor- ahora que podía, y a pesar de su negro horizonte, se sonrió a si mismo, satisfecho;
Que vengan los “mossos” y me multen si pueden. Que les den.
Ya instalado de nuevo en la cabaña, comprobó lo rápido que se consumía la leña y decidió salir en busca de más troncos para que pudieran ir secándose antes de que se acabara toda.
Acompañado de la creciente luz del sol se internó en el bosquecillo que se extendía ladera abajo detrás de la cabaña y fue recogiendo ramitas y troncos. De repente llamó su atención un rodal de setas que ocupaba un pequeño claro en la espesura del bosque. Dejó a un lado la carga de leña y quitándose la chupa la dispuso en el suelo, recogió todas las setas, las colocó sobre la extendida chupa, la plegó sobre ellas a modo de bolsa y regresó al refugio de la cabaña cargando satisfecho ambos tesoros, la leña, y la comida.
Después de dejar la leña y las setas a buen recaudo en la cabaña volvió a salir en busca de una gran cepa con la que se había topado en el camino de regreso. Le costó bastante entrarla por la angosta abertura, pero con ella se aseguraba calor para toda la noche.
Asó las setas sobre una losa de pizarra que colocó sobre unos rescoldos del fuego que seguía ardiendo y cuando el sol ya se disponía a abandonar el horizonte dorando con sus reflejos las pocas nubes que aún persistían en permanecer en el cielo se dispuso a dar cuenta de ellas.
Casi se podría decir que se encontraba cómodo. La ropa se había secado, la temperatura en la cabaña era agradable y las setas pese al regusto dulzón –que él atribuyó a la falta de sal-, estaban exquisitas.
Una vez hubo terminado de dar cuenta del ágape y un poco mareado –según él debido al humo de la hoguera- salió al exterior y bebió largamente de un charco de agua transparente y límpida que se había formado en medio del prado, donde el terreno formaba una pequeña hondonada. Siendo ya negra noche regresó a la cabaña guiado por el resplandor que surgía por la abertura de la puerta , recolocó la gran cepa junto a las brasas, apiló algunas ramas junto a las demás en el lado opuesto al de la hoguera y estirándose al lado del fuego se tapó con la chupa.
Durante, quizás, treinta segundos lo fue invadiendo un agradable sopor en el que se sentía ligero e ingrávido mientras iba ascendiendo por una irisada y brillante espiral de humo. Finalmente, con una enorme sonrisa en los labios, se quedó profundamente dormido.