Rumbo a Dakar

miquel-silvestre

Curveando
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Como he comentado en el post de la final en Amsterdam, los viajes los intento colocar en prensa primero. Como es fácil de comprender, mientras un reportaje está pendiente de salir o aún a la venta la revista que lo contiene, no se debe colgar en un foro abierto.

El caso es que la semana pasada, con ocasión del especial de Solo Moto por el 30 aniversario del modelo GS se publicó un reportaje sobre mi viaje a Dakar. Voy a intentar ahorrarme trabajo y colgar directamente las páginas, pero si no se lee bien colgaré el texto.

Espero que os interese porque fue un gran viaje motero, porque Dakar es un destino mítico, y porque Mauritania no es un país muy turístico ahora mismo.

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Efectivamente, no se lee bien. Pues lo sacaré en dos entregas de texto.


VIAJE A DAKAR I


Dakar es destino obligado desde que Thierry Sabine se perdiera entre las dunas de Libia y pensara lo divertido que sería embarcar algunas decenas de pirados en el empeño de cruzar el Sahara. Desde entonces, miles lo han intentado. A pesar de la mercantilización, el viaje a través de Mauritania ha recobrado su primigenia carga de riesgo por culpa de Al Qaeda. La ruta está mucho menos concurrida que antaño a pesar de que hoy puede realizarse por asfalto.

Elijo para el viaje una antiquísima R100 G/S del 88 con más de 90.000 kilómetros encima; lo hago porque carece de electrónica, porque me encantan las viejas GS y porque, qué diablos, sobre una de ellas ganó Hubert Auriol dos ediciones del primitivo París Dakar (1981-1983). Sí, soy un romántico. Pero el romanticismo a veces sale caro, como pronto tendré ocasión de comprobar.

TÁNGER-LARACHE

Llego a Tánger de noche. El ambiente es húmedo, ha estado lloviendo toda la semana. La declaración de aduanas es complicada pero nada que no haya visto antes. Sólo requiere paciencia, estoicismo para negar propinas, carné de conducir internacional, permiso de circulación, pasaporte y carta verde.

El Hotel Continental, en la Medina, es decadente pero agradable. Habitaciones espartanas y vistas sobre el puerto. No sirven cerveza. Encargo que me traiga unas latas a uno de los muchísimos buscavidas que hay haraganeando por las calles. Llega un ruidoso batallón de chicos americanos. Están sobrexcitados por la aventura marroquí y el polen de cannabis.

Al día siguiente la ciudad es un inmenso charco. La moto da problemas desde el principio. Ratea a partir de las 4.500 RPM. Cae un diluvio y el motor se detiene. Las pipas de las bujías se han llenado de agua. Soplo para secarlas y consigo que funcione un solo cilindro. A cuarenta por hora recorro el tramo hasta Larache, donde llego acompañado de un furioso aguacero.

Larache fue una ciudad española con fortín militar. Hay una Plaza de España, una Casa de España y un Hotel de España. Hoy todo está medio deshecho, desleído bajo la lluvia. El abandono del pasado colonial es atroz y triste. En un taller recortan unos trozos de goma que pongo sobre las bujías a modo de preservativos para impedir que penetre agua.

La moto va un poco mejor pero sigue rateando. Es el encendido, no tengo dudas. Me meto en la autopista; la carretera nacional está cortada por las inundaciones. Hay muchos radares. No hay temor a que me paren, voy más lento que el caballo del malo. En un respiro que nos da la lluvia, descubro en el retrovisor un perfecto arco iris a mi espalda.

CASABLANCA-MARRAKECH

Casablanca es un sucio y contaminado caos con cientos de miles de coches, ciclomotores y peatones en perpetua lucha. Estoy cansado, calado hasta los huesos y mi humor es tan malo como el encendido de la GS. En cuento diviso un hotel decente, me detengo. El Rivoli, frío e impersonal. No tengo ganas de seguir buscando. Afortunadamente, sirven cerveza.

Hacia el éste, el horizonte se aclara. Verdísimo paisaje. Al fondo, las montañas del Anti Atlas. Apenas hay gente. Es un Marruecos rural de pueblos de adobe y pastores en borrico. Marrakech es bulliciosa. Con la moto calándose cada dos por tres me meto en el dédalo de callejuelas estrechas de la Medina. La torre refulge en la noche como si fuera de oro. Reda, un marroquí dueño de Palm Road, empresa de rutas en moto, me recomienda que visite Ouarzazate.

OUARZAZATE

No llueve pero el cielo sigue nublado. La carretera atraviesa pequeños pueblos de tráfico imposible. Camiones, coches, bicicletas, ciclomotores. Comienza la ascensión. La carretera se retuerce. Al fondo refulgen las cimas nevadas. El paisaje es de una belleza granítica. La moto va todavía peor. Casi no puedo adelantar a los 4x4 cargados de turistas. Con lo divertida que podría ser la ruta con un motor en condiciones.

A cincuenta kilómetros de Ouarzazate comienza el desierto. Me cruzo con un par de motos. Marruecos es un destino fácil para paladear la aventura. También yo puedo relajarme en esta zona más plana donde el motor no tiene que trabajar forzado. La famosa población es un decorado cinematográfico. Aquí se han rodado películas como Lawrence de Arabia o Gladiator. Empieza a soplar un viento preñado de arena.

Voy a dormir a Bikershome, alojamiento y taller para motoristas fundado por Peter Buitelaar, holandés errante. Sale un tipo al oír el motor. Es Nigel, inglés que lleva dos años en la carretera. Nos entendemos. Ha estado también en un montón de sitios y me da buena información sobre la ruta. Descubrimos que la bobina está rajada. No hay ninguna en Ouarzazate, ni siquiera de coche. Encargamos una de motorworks, en el Reino Unido. La mandarán a Agadir.

PROBLEMAS

Sopla un huracán que golpea de frente y de costado. La vieja BMW casi no anda; llevándola en segunda y altísima de revoluciones apenas alcanza los setenta. Es como llevar un ciclomotor de doscientos kilos. Eso sí, cuesta abajo nos ponemos a cien. Pero entonces siempre encontramos un camión en una curva o una de esas odiosas autocaravanas de los franceses que vienen aquí de vacaciones.

Con un solo cilindro, la gasolina dura la mitad. Me quedo sin combustible. El paisaje, eso sí, es espectacular, hubiera sido un deleite de no ser porque el vendaval quería arrancarme la cabeza. El primer vehículo que pasa para a ayudar. El conductor me lleva a la gasolinera mientras su acompañante se queda vigilando la moto. Cuando regresamos, me lo encuentro con mi casco puesto para que el viento no le llene los ojos de tierra.

Los doscientos kilómetros restantes son una odisea. La moto va a tirones, se cala y se suceden las poblaciones con el habitual sistema de tráfico marroquí: Caos con mayúsculas. Coches, peatones, bicicletas, burros, perros… todos a la vez como en un videojuego. A menos de 25 kilómetros de Agadir, la BMW dice basta. Un par de tipos aparecen de la nada. Localizan un amiguete con furgoneta. Por 20 euros nos lleva hasta un hotel en la playa, el Marhaba. No llueve pero persisten las nubes. En DHL me dicen que la bobina llegará en tres días.

AGADIR

Localizo a Jean Brucy, un héroe del París Dakar con veinte ediciones en su haber; organiza rutas en moto por la zona y me ayuda sin pedir nada a cambio. Tengo dos posibles soluciones. Esperar la bobina que viene de Inglaterra o comprar una usada a un mecánico local. Pide 180 euros. Al menos una vez en la vida uno debe disponer de más tiempo que perder que un africano. Decido esperar. El mecánico se tendrá que comer la suya hasta que otro motorista que conduzca una BMW airhead posterior al 85 rompa la bobina en Agadir. Esto probablemente ocurrirá algún día, aunque quizá no en esta década. Ningún problema, no hay prisa en África.

Llueve. Otra vez. Los jubilados franceses son una plaga. No les interesa la cultura o la historia marroquí, solo los precios baratos y la inmensa playa. Agadir, reconstruida de hormigón tras el terremoto de 1960, es como un Benidorm de los setenta. Voy al bar. Para los marroquíes la mejor solución si quieren beber alcohol es ir a un hotel de turistas. Me rodean hombres solos bebiendo en silencio. Detrás de la barra hay una colección astrosa de botellas medio vacías. Por Dios, que llegue pronto mi bobina.

La bobina llega. Por fin. Soy el primer cliente, me dice la empleada de DHL. No me extraña, no creo que haya nadie tan ansioso por un envío. La coloco, cambio las bujías y la moto arranca entre una espesa humareda. Los ingenieros alemanes sabían lo que hacían cuando desarrollaron el motor boxer para la R32 de 1923.

SIDI IFNI

La motocicleta mejora mucho aunque todavía no va redonda. Paro en Sidi Ifni. El pueblo está medio deshecho. Los viejos edificios del pueblo español aparecen vacíos y descuidados. Aquí libró España su última guerra entre 1957 y 1958. Fue llevada en sordina porque por aquel entonces el colonialismo ya tenía mala prensa. Todavía hoy es un conflicto que nunca existió. Me enteré de él porque hice el servicio militar en la Brigada Paracaidista, unidad que se mandó aquí a combatir.

Me alojo en Belle Vue. Sirven cerveza. Suena Julio Iglesias en francés, sus gorgoritos compiten con el silbido del viento. Hay un cielo anubarrado de plomo sobre un mar agitado. Al despertar, la moto no arranca. Sin batería. El alternador no carga. El taller de Mohamed es mínimo, pero conoce su oficio. Abre el motor y me enseña las conexiones sulfatadas. Pero antes de nada, un te marroquí. Me voy a volver diabético.
 
no serás capaz de castigarnos sin fer las fotos en grandote, verdad?
8-)
 
Sahara Occidental
He dejado atrás Sidi Ifni y espero que también los muchos problemas eléctricos sufridos en Marruecos, probablemente por culpa del diluvio que nos cayó durante los primeros días. Hacia el sur, el horizonte se expande sin límites. Nada es más diverso que un desierto. Nunca igual a sí mismo, a veces hay dunas, a veces cañones, a veces montañas, a veces playa, a veces acantilados.
El Sahara es el desierto con más tráfico que he cruzado jamás. Autocaravanas francesas, 4X4 de aventureros, perros que me persiguen, camellos que huyen y niños que saludan. Pero no hay que confiarse. Es un territorio duro, enorme, interminable. Poco a poco van desapareciendo los poblados, las personas y las comodidades. El polvo lo invade todo.
Lo que no desaparece es la policía, tan persistente como la arena. Hay multitud de controles. El ritual se repite cada pocos kilómetros. Al fondo de la recta y plana carretera se divisan un par de sombras difuminadas por la reverberación del sol. Son gendarmes marroquíes. Detienen a todos los viajeros. No son hostiles, sólo pelmas.
Noventa kilómetros antes de Al Aaiún encuentro el camping Roi Beduin. Me lo recomendaron unos suizos que montaban KTM a los que encontré en la carretera entre Ouarzazarte y Agadir. Es el último lugar donde beber cerveza, me dijeron. Así que aprovecho e incluso compro una botella de vino marroquí para el camino.
Al día siguiente me voy al suelo en una pista. Rompo el soporte de la maleta. La ato con una cincha y voy a Al Aaiun. Ciudad militarizada y policial, hay un destacamento de aburridos cascos azules que velan por el alto el fuego. Me aborda un saharaui. Habla español. Me acompaña a un taller cercano donde sueldan la rotura. Cuando intento entregarle una propina casi se enfada.
Cruzo el Trópico de Cáncer al atardecer. Dejo Dakhla al otro lado de la bahía y busco un lugar para acampar. Encuentro una vieja torre de vigilancia en ruinas y planto la tienda. Abro la botella de vino y la lata de atún. Un poco de pan y las estrellas. Estoy solo en el Planeta Sáhara. Estos momentos únicos y solitarios son sin duda los que compensan todo el sufrimiento de un viaje así. Los que hacen recordar las razones por las que uno atraviesa desiertos sobre motos viejas.

Mauritania
Entre Marruecos y Mauritania son cinco kilómetros de tierra de nadie. Una sucesión de baches, bancos de arena, señales de peligro de minas y carrocerías calcinadas de viejos coches robados. Los militares mauritanos examinan mi pasaporte. La garita está llena de moscas y hombres aburridos. Suciedad vieja, una mesa coja, cuatro catres con colchones de paja y una tetera quemada.
El Sáhara mauritano es el verdadero océano de dunas doradas como el oro que se extienden más allá del horizonte. Abrasado por el sol, es un páramo perfecto en su belleza arenosa. Inmaculado, tórrido e infinito, es también el tétrico desierto de los secuestros de Al Qaeda y el incómodo territorio de la falta de gasolina.
Desde la frontera hasta la capital hay 620 kilómetros y una sola gasolinera donde venden súper. Llevo ya 260 kilómetros y mi autonomía es de 300. Llegaré por los pelos. A punta de gas y sufriendo un calor espantoso, diviso el logotipo de Total, la petrolera francesa. Pero cuando llego, me dicen que se ha acabado la gasolina. Son las cinco de la tarde. Ha sido un error no cargar con veinte litros suplementarios; exceso de confianza en la información.
Siento que no soy bien recibido. Todos saben que valgo cinco millones de dólares. Decidí cruzar Mauritania a pesar del riesgo porque un motorista solitario apenas llama la atención. El problema es si te quedas mucho tiempo parado en un lugar con gente aburrida a tu alrededor. Tres pobres diablos de Malí no dejan de hablar de mí. Tal vez sólo planeen robarme, incluso es posible que simplemente estén opinando sobre quién ganará la Liga. Puede ser, pero creo haber desarrollado un olfato especial para detectar peligros. Siento que la atmósfera es hostil y que no es conveniente pasar la noche entre estos tipos.
¿Pero a donde ir cuando lo único que nos rodea es la nada? Sumido en lúgubres pensamientos, oigo el ronco rugido de motor diesel acercándose. Un trailer desvencijado con los colores rojos de Coca Cola aparece del norte. Coño, me digo, la chispa de la vida. El camión se detiene a repostar gasoil. Les pido ayuda y ellos me piden sesenta euros. Subimos la moto y nos alejamos camino de Nouakchott. Mis anfitriones no hablan una palabra en cristiano, pero son los ángeles que necesitaba.

Nouakchott, territorio comanche
Nouakchott es una ciudad sobre arena de playa. El suelo está lleno de conchas. Aquí hubo un mar antes de una república islámica. La población nada entre desperdicios, miseria y excrementos de cabra. El Albergue Sahara es un lugar agradable en la calle principal, pero el terror perjudica el negocio turístico. El dormitorio común está vacío. Hay tres rusos alojados. Viven aquí, Dios sabe haciendo qué. Ceno atún en conserva y bebo la media botella de vino que había reservado.
El desierto se ensucia cada vez más de raquítica vegetación y pobres poblados de la Mauritania negra, la que sirve de granero de esclavos a la minoría berebere. El calor es terrible. Llego a Rosso tras superar decenas de controles policiales. No cruzaré por aquí. Tengo las peores referencias del ferry. Sólo puedo esperar retrasos, ladronzuelos y corrupción. Me desvío hacia la pista de Diama, que circula paralela al Río Senegal a lo largo de noventa divertidos kilómetros sin asfalto. El paso fronterizo está tranquilo y paso en veinte minutos tras pagar passavant y seguro.

Senegal
Senegal es como cambiar de planeta; es el África alegre y colorida. Se acabó la tristeza integrista. Senegal es también un país musulmán pero hay cerveza y las mujeres llevan pantalones ajustados. La gente ríe. Saint Louis, que fuera capital colonial francesa de la región, es un caos policromo y animado. Las calles son un mercado, un ágora y un zoológico. Cruzo el puente de hierro y entro en la ciudad vieja. Es como un Nueva Orleáns africano y abandonado.
Me detiene la policía en la carretera. He estado a punto de pasar de largo, pero recordé las palabras de Nigel, el inglés de Ouarzazate: “Si no va armado, no pares”. Éste va armado. Se pone a gritar que voy demasiado rápido. Me arrebata los papeles y brama que no me voy a ir de allí hasta mañana, o pasado, o el otro, o el lunes. Parece estar fuera de sí, pero es un cabreo impostado, solo busca dinero. Gracias a los contactos locales de mi esponsor (a los que llamé y que le pusieron firme), no pagué un duro, pero parece que mil “sefa”, menos de dos euros, podrían ser cohecho suficiente.

Dakar, Dakar
El camino a Dakar es polvoriento, caluroso y reseco, aunque la carretera es sorprendentemente buena, impropia de África. Hay cientos de acacias y baobab sin hojas en esta época del año. Pero la vía principal no es un escenario demasiado bello. A la entrada y salida de cada población hay un vertedero al aire libre. La basura aquí se arroja arbitrariamente en cualquier lado.
Dakar es una ciudad asquerosa. El sueño apesta. Una cosa es la poesía y otra África. Pero es Dakar, y eso basta. Cuando llego no hay tres mil huríes esperándome sino un atasco fenomenal. Es algo que se sale incluso de las irracionales medidas africanas. Un colapso magnífico de trastos humeantes se prolonga durante kilómetros. Sin embargo, me siento feliz.
Llamo a Rafael Fernández Cotta, español dueño de una empresa de alquiler de motos en Senegal. Me recomienda el barrio de Point E (el de los expatriados franceses en los tiempos de la colonia). En Residence du Jardin de France; aquí la moto está segura. No hay wifi pero puedo usar la del restaurante camerunés a la vuelta de la esquina. Ceno un magnífico pescado a la plancha y bebo hectolitros de cerveza La Gazele para celebrar el triunfo en esta absurda carrera de un solo competidor.

RECUADRO 1

Datos útiles

Ferry Tarifa Tánger: 61 euros.
Tánger: Hotel Continental: 40 euros.
Casablanca: Hotel Rivoli: 55 euros. 44 Bd. D Anfa.
Marrakech: www.palm-road.com
Ouarzazate: www.bikershome.net
Piezas originales BMW por DHL: www.motorworks.co.uk
Agadir: www.randoraidmaroc.com
Sidi Ifni : Belle Vue: Plaza de Hassan II. 17 euros.
Camping Roi Bedouin: 5 km después de Tarfaya. 16 euros.
Saint Louis: Hotel La Tour. Rue du General de Gaulle. 35 euros.
Nouakchott: Auberge Sahara: route de Nouadibou. 15 euros.
Dakar: Residence du Jardin du France : 4 Rue D, Point E. 38 euros.
Rafael Fernandez-Cotta: http://motoendurosenegal.wordpress.com
 
Impresionante viaje, su lectura me ha hecho disfrutar. ;)
¿Sería abusar pedir mas fotos? ::)
 
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