Viajar...

Un relato emocionante que hace que el viaje se sienta como propio. Ojalá no acabara nunca, o al menos espero que dure mucho más porque me tiene enganchado.
Esperando la próxima perla.
 
Día cuatro

Ahora si. Antes incluso de abrir los ojos siento el calor del sol que atraviesa la tela de la tienda de campaña. Esta es una de esas sensaciones precisas y concretas que uno tiene grabada en alguna parte de la memoria. Independientemente del lugar o el momento, estos despertares son uno solo que se repite con todos sus matices, desde el dolor de espalda a la calidez de las mejillas que irradian su calor hasta las sienes.


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Salgo del camping y frente a mí encuentro un mundo irreal en el que me siento como un anacronismo. Cuando llegué, la noche anterior, no vi el pueblo de Oto, escondido entre la negritud de una noche de verdad, oscura y limpia, sin la irrupción presuntuosa de las farolas y luminarias que acotan la propiedad del hombre. Aquí todo es naturaleza y el hombre es solo un huésped humilde.
El pueblo se alza sobre un promontorio, donde se apiñan las casas macizas de piedra, destacando sobre todas la Casa de Don Jorge, con una impresionante torre cuadrangular del siglo XVI. Al fondo, sitúo sin demasiada certeza y después de un torpe análisis topográfico basado únicamente en la posición Este que marca el sol, Monteperdido y el Pico de las Olas. Preciosos nombres.
Cuando eres pequeño te preguntan con demasiada frecuencia ¿qué quieres ser de mayor? Yo no recuerdo que contestaba, supongo que diría que médico por dar gusto a mis padres, o astronauta, por dar gusto a mi imaginación. Si me lo preguntasen ahora diría, de mayor quiero poner nombre a las cosas.












Broto, Fiscal, Boltaña. Discurro por el valle del Ara hasta llegar a Aínsa donde confluyen el río Ara, el Aso y el Cinca, y continúo sorteando un paisaje roto por cañones y flanqueado por paredes de roca, hasta llegar a La Pobla de Segur, donde puedo poner por fin mis cansados pies a remojo. Los pequeños dolores son el compañero de viaje de cualquier piloto. Yo empecé con los tendones extensores del pulgar de la mano izquierda, por culpa de un embrague muy duro, típico de estas motos. Luego los codos, el epicóndilo y la epitróclea, dos viejos conocidos míos; trapecio, deltoides y así hasta que todos esos pequeños dolores se convierten en uno solo, que te envuelve como un traje a medida. Pero lo peor, con diferencia son los pies. Por un lado el calor y el sudor reblandece la piel, por otro los roces contra el interior de la bota, en las falanges, crean desollones y heridas que llegan a infectarse; sobre todo en el pié izquierdo, por el pedal del cambio de marchas. Sumerjo mis pies doloridos en el agua helada, los miro y pienso en la tremenda ingratitud sufrida por los dedos de los pies. ¿Quién podría nombrar los dedos de los pies? Pulgar, índice, medio, anular, pues no. Los dedos de los pies no están a la altura de los de las manos, en ninguno de los sentidos, y por eso la nomenclatura pasó por ellos sin detenerse, dejando con un gesto de desprecio un ofensivo “dedo gordo” y un compasivo “meñique del pie”, los demás son solo un número ordinal, segundo, tercero, cuarto. Cuando sea mayor lo primero que haré en mi soñado oficio de dador de nombres será ocuparme de los dedos de los pies.






Avanzando hacia el este llego a la Seu d’Urgell, capital de la comarca del alto Urgell, en Lérida y puerta de entrada a Andorra. Aparco frente a la fachada principal de Sta. María d’Urgell, catedral románica del siglo XII que tiene como particularidad el ser la única catedral íntegramente románica de Cataluña. Frente a la puerta, los sillares de granito se elevan hasta culminar en un campanario coronado con almenas en el que se abren finos arcos de medio punto.





Sin mucho interés salgo en dirección a Andorra. A veces todo se reduce a un hecho: “ya que estoy aquí”. Hay muchísimos coches en ambas direcciones, entrando y saliendo. Llego a la ciudad y es justo lo que me esperaba, un lugar insulso y gris iluminado por neones de colores. Seguro que estoy siendo injusto, ya que en cualquier lugar se puede encontrar algo bueno, solo hay que tener tiempo y ganas de buscarlo. Sin bajarme de la moto doy la vuelta hacia España, llenando antes el depósito de gasolina; el precio del combustible en comparación es irresistible. Salgo de la gasolinera y me sumerjo de nuevo en las colas interminables de coches que voy sorteando como puedo hasta llegar de nuevo a La Seu, con la sensación de haber perdido el tiempo.





Busco un camping por la zona y encuentro uno en Queixans, a unos 50 kilómetros, muy cerca de Puigcerdà. Es un camping de primera categoría, con aspecto de fino club de golf, lo que se refleja en su precio. Hasta el recepcionista parece un remilgado y atractivo actor de serie televisiva americana, con sonrisa de anuncio de dentífrico. Las parcelas están diseñadas para que nadie mire a nadie y lo curioso es que tampoco oyes a nadie. Echo de menos mi bullicioso y desordenado camping de Oto. Monto la tienda y me voy a las duchas, donde solo falta un mayordomo que te entregue al entrar un albornoz con el logotipo del camping bordado.
Cuando viajas en moto asumes que debes prescindir de ciertas comodidades, aunque viendo algunas motos modernas que parecen más una autocaravana, tal vez se pueda viajar sin prescindir de ninguna; pero no es mi caso. También se podría decir más justamente que se cambian determinadas comodidades por otro tipo de satisfacciones. Una de esas comodidades perdidas tiene que ver con la ducha.
Día a día he ido depurando mi estilo para conseguir secarme todo el cuerpo con una toalla del tamaño de un babero. Los primeros días debía decidir que partes secar y que partes dejar mojadas, pues no había para todo, pero ahora no. Mi fantástica técnica consiste en arrastrar con las manos todas las gotas que se han quedado adheridas al cuerpo, sacudiéndomelas de encima como si estuviera mudando de piel. Parece una tontería y seguramente lo sea, pero ahora consigo salir seco de la ducha. Esto, seguido de un par de tercios de cerveza helada, hacen que en mi cerebro la serotonina, dopamina y melatonina se pongan a bailar una conga mientras yo pienso en que podría pasarme la vida así.

Continuará...
 
Cambia de botas. Eso no es normal.

;)
 
1- Pienso lo mismo que Koji en lo referente a las botas, (Unas buenas botas de gototex).
2- Ese truco de expulsarte las gotas del cuerpo es bueno y viejo:D yo llevo una de esas de microfibra que abultan muy poco( y secan poco) si no le aplicas el truco.
3- Sigue con tu buena cronica compañero.(Tomate tu tiempo)
 
La única vez que he estado en Andorra tuve la misma sensación. Después de tomar café no di la vuelta, seguí recto.

Me han gustado mucho las fotos panorámicas "a mano".

"El pistón vuelve a subir comprimiendo la mezcla." ¿En una R?

Enhorabuena (por el viaje y por la crónica). Saludos
 
Andorra tiene micho que ver, lo que sucede es que como bien dices hace falta tiempo ... Si entras por La Seu y cruzas toda Andorra saliendo por Francia recorres unas carreteras de montaña preciosas, cruzando puertos que por estár tan cerca no los mitificamos como losen los Alpes ...

Pero claro, la ruta es tuya y la hacer por donde quieres ;)

lo de las botas una putada ... espero la siguiente entrega. :)
 
IMPRESIONANTE, de las mejores cronicas de viajes que he leido,
Felicidades por la cronica y por el viaje que viviste,
 
Gracias de nuevo. Por la paciencia, por los comentarios y por los consejos sobre las botas. Tengo que decir que la culpa de las heridas es más por las deformidades de mis pies que por las botas ;).
 
Trapecio,deltoides,epicondilo,epitroclea....coño!!o es que eres fisio o algo asi o es que te documentas una jarta!!...pero no pares leches!! sigue,sigue!!
 
Esas fotos de Oto, seguro que estan tomadas desde el camping. Me encantaba hacer esa ruta cuando estuve unos dias en Broto y paseaba al amanecer,cuando solo habia despierto algun baquero que te saluda y perros desconfiados que te miraban de soslallo cuando te veian con una vara en la mano que siempre llevo por el campo para imponer un poco de respeto. Felicidades por la ruta.
 
Día cinco

Pino, vainilla, hierbabuena, tomillo, lavanda, romero. Los olores me acompañan a lo largo del viaje. No todos son tan sugerentes como los mencionados, pero incluso los peores son naturaleza en estado puro y por lo tanto disfrutables igualmente.
Los olores cambian con el paisaje, con la temperatura, con la altitud. Acompañan a los colores, cambiando con ellos en sintonía, mezclándose con los sonidos para hacer que nuestros sentidos se fundan en un estímulo único y pleno que solo se puede describir con un ¡Bufff… qué pasada!
Me levanto, salgo del camping, miro hacia las cumbres que me rodean, aspiro profundamente y pienso ¡Bufff… qué pasada!
Es sábado por la mañana, el sol brilla de una manera delicada y exquisita y delante, la N-152 que sube bordeando La Molina y continúa por Ribes de Freser hasta Ripoll, parece que me esté esperando solo a mí. No tengo ningún reproductor de música, ni siquiera en el móvil, así que intento rebuscar en mi cabeza los vibrantes violines del primer movimiento del concierto número 3 de Brandeburgo de Bach, para que me lleven en tempo “allegro” por una zigzagueante carretera de montaña que sube caprichosa siguiendo los destellos de sol que atraviesan entre las ramas y las agujas de los pinos, haciendo que el asfalto se convierta en un mar de atunes plateados que entrechocan unos con otros sus titilantes escamas aceradas, arrastrándome sobre sus lomos en un ascenso liviano y mágico.
En cada curva resoplo ¡Bufff… qué pasada!, ¡Bufff… qué pasada! Pero parece que el universo necesita mantener su universal equilibrio y tanta belleza está empezando a desequilibrarlo. O tal vez no me merezca todo esto y las leyes del Karma sopesen mis actos en vidas anteriores para arrebatármelo, o simplemente las casualidades vienen y van, unas buenas y otras malas, y cuando menos te lo esperas las malas te golpean para que seas consciente de que la realidad siempre está ahí y de que no debes flotar más alto que la caída que puedas soportar.


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Ejercicio visual: ¿Cómo titularías esta fotografía?
a) Día soleado en la sierra.
b) ¡Mierda, porqué me tiene que pasar esto a mí!



Eso es, el título correcto es ¡Mierda, porqué me tiene que pasar esto a mí!
Al tomar una curva a derechas noto que la rueda trasera patina y se desplaza lateralmente. -¡Qué raro! – me digo, ¿habré pisado unas hojas? Inmediatamente en la siguiente curva a izquierdas se me va todavía más y entonces lo veo claro. ¡Estoy tocando suelo con la llanta! ¿Qué probabilidad hay de que una superficie de 10 centímetros, -como es la rueda-, en continuo movimiento, entre en contacto con un clavo –por decir algo- que ocupa 3 centímetros, dentro de la relativa inmensidad kilométrica de una carretera? Pues no se cual será la probabilidad, pero aunque imagino que será muy pequeña yo la acabo de hacer realidad.
¡He pinchado! En un instante he pasado de la felicidad absoluta a la impotencia más desoladora. A la mierda toda la mañana; eso en el mejor de los casos.



Saco los papeles, busco el teléfono de asistencia en carretera, llamo y a esperar. A los cinco minutos me devuelve la llamada una mujer que me informa de que la grúa está en camino y que en unos veinte minutos llegará para recogerme. La voz es impersonal, pero a la vez musical y suave, deslizándose por el auricular con un tono seductor que resta importancia al contenido del mensaje concentrando toda mi atención en su sonoridad, en su cadencia, en como las palabras fluctúan arriba y abajo como si bailasen para salirse de las rígidas líneas horizontales de los renglones de una libreta. Si estas mujeres son reales, no desearía conocerlas nunca, después de su voz solo cabría la decepción.
Mientras espero, paseando arriba y abajo entre los límites acotados entre dos curvas del trazado, pasan a mi lado varios caballos salvajes, rumiando libres las hierbas de los lados de la carretera, lentamente, ignorando a los ciclistas y otros vehículos que los esquivan como pueden. Uno de ellos, al llegar junto a mí, gira la cabeza para mirarme un instante, con tranquilidad, sin el menor síntoma de temor o cautela, como si únicamente se preguntase -¿No comes?... ¡está bueno!
Han pasado los veinte minutos y recibo otra llamada. Es el conductor de la grúa. Con acento del este de Europa, -rumano supongo-, me pregunta que en qué kilómetro estoy. Le contesto que no lo sé. Insiste. Le digo que no me voy a poner a andar arriba o abajo a buscar un poste de referencia, que estoy en la nacional 152 y acabo de dejar atrás el desvío hacia La Molina, como a dos minutos. Me responde que vale, que ahora llega, que él vine de Puigcerdá. Vuelvo a pasear, me siento en el guardarail, me levanto, pasan otros diez minutos y vuelve a llamar. ¿Qué dónde estoy?, qué ha pasado La Molina y no me encuentra. -¿Por la 152? Le pregunto. –Sí, he llegado a un hotel que hay después de La Molina, siguiendo la subida y no te veo. -Me responde.
No me lo puedo creer. A partir de aquí la conversación se convierte en un diálogo de besugos. No puedes haber pasado por aquí porque me habrías visto. Pues acabo de hacerlo. ¿Por la N-152? Si por la 152. ¿Entre La Molina y Ribes de Freser? Sí, entre La Molina y Ribes de Freser. ¿Y conduces una grúa o una bicicleta? porque por aquí solo han pasado bicicletas. Después de llegar a la exasperación mutua y viendo que es imposible entendernos cuelgo el teléfono y empiezo a pensar que tendré que salir de aquí por mis propios medios. A los pocos minutos una grúa roja aparece. Viene de la parte de arriba de la montaña, lo cuál es desconcertante porque Puigcerdá está abajo. ¿Realmente ha pasado por encima de mí sin que lo vea? Después de un sinfín de explicaciones inexplicables entiendo que hay una especie de atajo entre Puigcerdá y el hotel de más arriba del que me habló, y que él había ido por ese atajo. Menuda lógica que se gasta este tío. Pues no hubo manera de que entendiera que ¿cómo iba a estar yo en ese atajo, si le había dicho claramente que estaba en la nacional 152? –No pasa nada, -me contesta como si el que hubiera armado todo este lío hubiera sido yo. –La gente que no es de aquí se equivoca muy fácil.
He debido de ser muy malo en mis otras vidas para que el karma me envíe a este tío.



Subimos la moto a la parte trasera de la grúa y bajamos hacia Puigcerdá, desandando el camino que yo ya había hecho. El paisaje ahora ya no me parece igual. Le pregunto por talleres de motos en la población y me dice que hay un par de ellos, pero que es sábado y que no sabe si estarán abiertos. Que no me preocupe, que me puede dejar la moto guardada junto con la grúa, que a mí me ponen un taxi y que ya el lunes me la envían a casa. En ese instante veo como toda mi aventura se esfuma delante de mis narices por un simple pinchazo. –Eso no puede ser- le digo. -Llévame a un taller.
Entramos en un polígono industrial y tras callejear un poco, diviso al fondo varias motos aparcadas frente a un taller. Ha habido suerte, parece que está abierto. Para delante y me dice que me espere que va a hablar con el del taller. Le digo que no, que ya hablo yo con él. Me imagino que lo que intenta es llegar a algún tipo de trato o comisión con el mecánico por dejarme en su taller. Me adelanto y le pregunto si tiene cámara para una rueda de 18 pulgadas. Las motos modernas ni siquiera llevan cámara, así que todavía me espero lo peor, tener que quedarme tirado todo el fin de semana en Puigcerdá. Me dice que sí, que no hay problema, que todas las motos de trial llevan ruedas de 18, pero que él no me la va a desmontar, que tengo que desarmarla yo. –Vale -le digo –Déjame un juego de llaves de vaso y unos topes.




Mientras quito las maletas y desmonto en la calle el tubo de escape izquierdo, el conductor de la grúa que todavía no se ha marchado vuelve a entrar sospechosamente en el taller. Me conozco mi moto tuerca a tuerca y desmontar la rueda, sabiendo además que voy a poder continuar con el viaje, no me cuesta el menor esfuerzo. Saco el eje, separo la rueda del cardán y se la llevo a Miquel, el mecánico. Destalona la cubierta, saca la cámara y busca el pinchazo. En un lateral aparece un corte como de medio centímetro que no parece hecho por nada punzante. Me propone una cámara de campo, más cara pero con la goma mucho más gruesa que la Michelín que llevaba. Al tacto es como tres veces más gruesa. Le digo que adelante, que si de alguna forma puedo evitar volver a encontrarme en esta situación, o al menos minimizar la probabilidad de hacerlo, estará bien gastado. Termina el montaje de la rueda, me la entrega y la devuelvo a su sitio en la moto. Con 30 euros menos en la cartera, incluido en el precio la comisión que se habrá llevado el gruista, y después de una buena sudada, paro en un bar de Puigcerdá a tomar un poco de cafeína y ordenar el día, que se ha ido al traste. Como si no hubiese pasado nada, salvo cuatro horas, me preparo para repetir de nuevo la subida. No soy supersticioso, pero volver a pasar por el mismo lugar en que pinché no me hace ninguna gracia. Retomando el estudio de probabilidades, si pinchase dos veces en el mismo lugar y en el mismo día pondría, seguro, el universo patas arriba. Pero no estoy yo para razonamientos lógicos así que pregunto a unos lugareños por ese atajo que se supone tomó mi amigo el gruista. Sigo las indicaciones y llego hasta un punto en el que la carretera se convierte en una pista de tierra en muy malas condiciones. ¡La madre que parió al gruista de los cojones! Me la acaba de armar por tercera vez. Me doy la vuelta y regreso a la N-152, para repetir la misma subida que ya hice. A la vuelta de cada curva reconozco el terreno y me digo –ya falta poco… por aquí fue. Al pasar por el tramo en que estuve parado aminoro la velocidad como si al pasar pudiera verme a mi mismo junto al guardarail, esperando. A partir de aquí, la carretera es otra vez nueva y mi entusiasmo vuelve de nuevo a mí, dejando atrás todo lo pasado.



Al pasar por Vallfogona de Ripollès paro a curiosear un poco por el pueblo y al salir, para retomar el camino hacia Fuigueras, veo por el rabillo del ojo cuatro motos clásicas aparcadas bajo un tejadillo de chapa, junto a un restaurante de carretera. Freno bruscamente y me doy la vuelta. Es una tontería pero si ya uno siente una especie de confraternidad infantil con otros moteros, esto se multiplica cuando se trata de motos clásicas como la tuya.






Una BMW R100/7, una R65, una Montesa Impala y una Honda VFR 750. Aparco junto a la R100 y cuando me fijo más detenidamente no me lo puedo creer. Entre las dos matrículas, la suya y la de mi moto, solo hay unos números de diferencia. Sin ninguna duda, estas dos motos vinieron desde Munich hace 36 años en el mismo trasporte y después de 36 años se han vuelto a encontrar en un bar de carretera. No es más que una casualidad intrascendental, pero pienso que todo lo que me pase a partir de ahora será fruto de un simple hecho, el de haber pinchado. Si eso no hubiese sucedido yo habría pasado por este punto cuatro horas antes y no me hubiese encontrado con estas motos. Ya se que esto pasa continuamente en la vida, unos hechos desencadenan otros y así sucesivamente, pero este se me ha presentado de una forma más evidente.
Con una sonrisa de oreja a oreja por el fascinante encuentro bajo hacia un patio trasero del restaurante, donde se disponen varias mesas de piedra y cemento en las que hay dos grupos de persona comiendo. No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir cuales de ellos son los “clásicos”. Me dirijo hacia la que tiene cuatro comensales. Bajo una gran higuera están a la sombra tres hombres y una mujer. Me presento y al momento me invitan a sentarme con ellos para comer. Compartimos anécdotas de motos, de carreteras, de lugares, en fin, esas pequeñas cosas que resultan muy agradables y más cuando te las has encontrado de esta manera. Siento la ingratitud de mi memoria que no ha sido capaz de retener sus nombres en el momento de la presentación. Dos de los hombres y la mujer pertenecen al Club Impala de Barcelona y lucen unas preciosas camisetas conmemorativas de distintos encuentros y el otro hombre, el dueño de la Honda, encandila por su carácter afable de curtido lobo de mar. Me cuenta que tuvo varias motos boxer pero que al final se hizo con esta Honda del 87, porque es la moto más moderna que aceptan en circuitos de carreras de clásicas y con ella podía dar más caña. Les cuento que voy hacia Figueras y que mañana quiero llegar al Cabo de Creus, que será la meta de mi viaje. El piloto de la Honda me dice que Figueras es feo, que me vaya directamente a Cadaqués y de allí al Cabo. Le explico que quiero pasar a ver el Museo Dalí en Figueras, y él insiste en que no, que debo ir a Cadaqués; hasta tal punto que se empeña en acompañarme y servirme de guía. De nuevo pienso en el destino y sus caprichosos juegos de mano.
Debo hacer en este punto del relato un breve inciso comercial para introducir un spot publicitario. Al entrar en el restaurante para pagar la comida, la camarera, una chica simpatiquísima, me hizo una rebaja sobre el precio con la condición de que recomendara su restaurante a otros compañeros moteros. Para cumplir mi compromiso os informo a todos los que me estáis leyendo de este insospechado lugar que me recordó a Bagdag Café, con personajes únicos como los de la película, y que por el mero hecho de llegar hasta ellos en moto, te acogen con una familiaridad maravillosa. Si pasáis por Vallfogona de Ripollès tenéis una cita obligada en Mr. Bikers. No lo olvidéis.




Después de comer salimos del aparcamiento en dirección a Olot. Iniciando la marcha va la mujer sobre la pequeña Impala, marcando un ritmo que me cuesta seguir, hasta el punto que me descuelgo del pelotón en las últimas curvas. A la entrada del pueblo nos separamos, continuando en solitario mi nuevo amigo de la Honda y yo. Pasamos por Besalú, circunvalamos Figueras y nos dirigimos hacia Cadaqués. La naturaleza se convierte sin previo aviso en hormigón, rotondas y caravanas de vehículos en todas direcciones. La Honda se cuela entre los coches con agilidad y yo intento seguirla, aunque más torpemente. Cuando el tráfico da un respiro y se crea un vacío en la carretera, acelera rápidamente frenando un instante antes de sobrepasar los radares, que se conoce a la perfección. Llegamos a Cadaqués y yo estoy exhausto y con una sonrisa de oreja a oreja. Nunca había corrido tanto entre vehículos, aunque estoy seguro que si le preguntase a mi compañero me diría que él nunca había ido tan despacio. La seguridad y la experiencia de este hombre sobre la moto son increíbles y me hacen darme cuenta de lo poco que yo sé.
Nos adentramos en el parque natural de Cabo de Creus y parece que estamos en una romería. En la estrecha carretera no cabe un alma, coches, motos, bicis, peatones por todos lados; pero nada detiene a la Honda y yo me siento como si fuera persiguiendo a una ambulancia. El paisaje se convierte de repente en lunar, árido, con cráteres y rocas erosionadas por todas partes. En algunos momentos nos acercamos tanto al mar que el aire se impregna de sal y la humedad te moja la cara dejando un sabor a salitre y a libertad.

Llegamos al fin del mundo. Si bien hay tantos mundos como días y tantos finales como comienzos, hoy mi final está frente a mis narices y es de un color azul intenso. Aquí estoy, con el mediterráneo en mi naríz, en mis manos, en mi pelo, y aunque no ha sido para tanto, las dudas de conseguirlo me han acompañado hasta hace solo un momento.
La gente, a nuestro alrededor, se mueve de un lugar a otro como hormigas nerviosas, se hacen fotos, se suben a las rocas, saltan, gritan. Pienso en lo que podría disfrutar de este lugar si no estuviese rodeado por todas partes de gente, y que un paisaje tan hermoso bien merecería una visita en noviembre, o en febrero, cuando las hordas de turistas estén al abrigo de la estufa. Como si yo fuera mejor que ellos, como si yo no fuera turista, como si yo no me refugiase en invierno al calor de la estufa.
Mi amigo me pide la cámara para hacerme la foto testimonial de llegada a meta, con el faro a mi espalda, pero yo prefiero hacerme una a su lado, pues es él quien me ha traído hasta aquí. Siempre está bien poder poner cara a quien te está hablando para que las palabras dejen de ser anónimas y se impregnen de lo que los rasgos físicos sugieren. No soy muy dado a las fotos personales pero aquí estoy, a la izquierda, y este mi amigo. ¡Gracias amigo!




 
Última edición:
A mi me llevaron en una salida dominguera a almorzar e ese bar, si no recuerdo mal tenían en las paredes una Katana, una RD350 y alguna joya más ...

Buena crónica ! !
 
Aqui en BCN creo que encontraras pocos moteros que no hayan pasado por ahí.
Una cronica muy buena. Un saludo
 
Mola tu crónica.

Leerla ha sido como ver esas imágenes de motoGP en slow motion.

No tendrás algún viaje más que comentar, ¿verdad?

Salud.
 
Sin palabras...lo mejor, releerla otra vez y guardarla en favoritos.
Gracias.

Un saludo. Keito.
 
Un placer que nos hayas permitido acompañarte durante estos 5 dias de viaje. Se me ha hecho corto..
Saludos.
 
Falta la vuelta ¿no? :rolleyes2:
Hice la pasada semana santa parte de tu viaje en sentido contrario, gracias a tu relato he vuelto a pasar por esos lugares :eagerness:
 
Claro falta la vuelta... Animate y ponla aunque no haya fotos ¡¡
 
Pues continua, sigue, sigue, que esto es adictivo y queremos mas.:cool2::cool2:

El MrBikers ya es muy conocido por los moteros, y se come la mar de bien y bien de precio.:):)
 
Día seis

Increíblemente ni el duro suelo del camping, ni el vino peleón de la noche anterior me han pasado factura. Supongo que a partir del quinto día un cuerpo podría dormir sobre una tabla de clavos sin sentir cosquillas.
Amanece en el camping de Cadaqués, el peor de los que he visto en mi vida, y parece que nadie más que yo tiene intención de levantarse. Llamarlo camping ya es un favor inmerecido; sería más justo decir que se trata de unas cuantas franjas de tierra seca, dura y prensada, como si los elefantes de Aníbal hubieran jugado al fútbol sobre ellas. Cuando llegué ayer por la tarde, el tránsito era frenético. En recepción te atendían con una burocrática apatía de entrega y recogida de documentos, con gesto torcido, sin ni siquiera mirarte a la cara. El precio era el de un buen hotel, por lo tanto desorbitado para cualquier camping, pero mucho más teniendo en cuenta que este ni siquiera lo era. A pesar de todo no había alternativa, era sábado, los hoteles estaban completos y no cabía en el pueblo ni un alfiler. Como no había mucho donde elegir, me quedé en un pequeño islote de tierra rodeado por el asfalto de una curva, cerca de la salida, previendo una posible fuga matutina.
Primer paso: buscar un pedrusco grande y con al menos una superficie lo más plana posible. Segundo paso: armarte de paciencia y no desesperar cuando veas que las piquetas se doblan a cada golpe sin entrar en el suelo ni un solo centímetro. Tercer paso: colocar la moto de forma estratégica para atar a ella todas las líneas que puedas y repartir las demás entre bordillos, raíces secas que asoman y cualquier otra cosa que pueda sujetar la tienda aunque sea mínimamente.
Mientras intentaba conseguir que pareciera una tienda de campaña, muchos de los que pasaban caminando junto a mi curva hacían algún comentario sobre la moto, lo bien conservada, lo vieja que era, etc.; pequeñas palmaditas en el ego que siempre animan. Uno de los que pasó por allí fue Dieter, que venía desde Munich en una Suzuki de 600cc. Teniendo en cuenta que estamos en España, supongo que le pareció lo más correcto presentarse en mi escuálida parcela con una botella de vino clarete que acababa de comprar en la tienda del camping. Como ni él hablaba español, ni yo alemán, comenzamos a hablar en inglés; él con una perfecta pronunciación, yo con un vergonzoso vocabulario de 3º de BUP. El vino era terrible, no solo por ser clarete, también por ser terrible, pero la situación obligaba a un primer intercambio de la botella, bebiendo a morro como cuando de críos nos escondíamos detrás de la tapia del colegio para sentirnos mayores, agarrados a cualquier bebida que nos superase en grados. Empezaba a anochecer y yo quería bajar al pueblo. –Walking to the town. Supongo que mi inglés es lo más parecido al Arapahoe, pero a pesar de ello Dieter parecía querer seguir con la conversación. – Can I go with you?
-Ok. If you want!
La bajada desde el camping hasta el pueblo se hace a través de un empinado camino empedrado. Empinado quiere decir muy, muy empinado; pero por él subían y bajaban ciclomotores estrujando el acelerador hasta sacar de su pequeño motor un gruñido agudo al borde de la afonía. Cuando los oía acercarse, me detenía y me giraba, porque no me podía creer que pudieran circular por esa calle. La sensación era un poco como la esfera de la muerte que todavía algunos circos incorporan entre sus números, pero en línea recta. Una locura.
Cuando llegamos a la zona del puerto pesquero, ocupado totalmente por terrazas de bares y restaurantes, nos encontramos con que todo el mundo era guapo. La sensación era desconcertante. Todo el mundo a nuestro alrededor parecía haber pasado por un casting. La media de edad estaría en torno a los 25 años y todos eran guapos. Igual que el vino terrible era terrible, aquí los guapos eran realmente guapos. Estos lugares no me gustan. Supongo que es por la frivolidad que se respira, aunque tal vez sea porque no me gusta ser el más feo de todos los que me rodean.
Tomamos unas cervezas, caras y servidas con desdén por camareras guapas y desagradables, continuamos intentando mantener una conversación a base de infinitivos y volvimos al camping por la “Stairway to Heaven” o mejor por la “Highway to Hell”.


Pero si hay algo precioso en Cadequés, es el cielo. Lejos de las luces de las farolas, el cielo se percibe con una esfericidad tal, que parece que solo fuera tuyo, que bajo él, tú fueras el centro de todo el universo, que sobre tu cabeza se desplegase un paraguas abovedado tupido de luciérnagas; lampíridos noctámbulos tintineando sus abdómenes de polvo mágico sobre tus ojos.




La barrera del camping se abre a las ocho de la mañana, pero a esta hora nadie se ha movido aún. Quería estar en el Cabo de Creus cuando el sol emergiera del agua salada, disolviendo en ella sus rizos rojizos, pero mi moto, con sus grandes cilindros trasversales no cabe por la puerta peatonal, así que debo esperar. Empujo la moto sin arrancar calle abajo, hasta la entrada. Son las ocho menos diez y un chaval que me ve, entra en la garita y levanta la barrera. Cuando llego al faro, todo es diferente a la tarde anterior. Nadie. En ninguna parte. Ni lejos, ni cerca. No hay otro ser humano a la vista. Solo hay rocas a mi alrededor, gaviotas, nubes, agua. Respiro hondo y disfruto de todo a la vez.



Paseo entre las rocas erosionadas por vientos viajeros y escucho los ligeros sonidos que producen sobre sus oquedades. Me baño con solo mirar un mar calmo y brillante y pienso que me he salido con la mía, que ya he conseguido tener este fin del mundo solo para mí.









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Este es el momento en el que cuentas los días que llevas sobre la moto, que se presentan difusos y que parecen más de los reales.
-Siete; no seis. Salí el martes ¿no? Pues seis.
Y es el momento en que con un ligero pesar sabes que te queda poco para acabar tu aventura. Los viajes de vuelta siempre son diferentes a los de ida. Aunque se disfruten sabes que estás en tiempo de descuento, que vas restando.
Salgo hacia Figueras. Aunque resulte típico, no me puedo permitir pasar tan cerca del museo Dalí y no visitarlo. Aparco a la puerta, junto a una GS1200. En todas partes hay una GS1200. Esta es de un italiano. Charlamos un momento en un idioma difuso, entre el espaliano y el itañol. Busco la cola de entrada al museo que se alarga por callecitas aledañas, entre tiendas de recuerdos y basurillas varias. Cargado con la chaqueta, la bolsa y el casco, ni me planteo hacer esta cola interminable.







Rodeo el museo viendo las esculturas e instalaciones colocadas frente a él y reviso el mapa para plantear el camino de regreso. Girona, Zaragoza, Soria y “home sweet home”. Más o menos este es el trazado, ahora solo debo marcar las ramificaciones lindantes que me alejen de autovías y me pierdan por carreteras pequeñas que me vayan enseñando el paisaje. La verdad es que no necesito mucha planificación para perderme. Es algo que me sale con relativa facilidad. Salgo hacia Girona y de ahí hacia Vic, donde paro a comer junto al Pont de Queralt, puente románico del siglo XI, sobre el río Méder.





De Vic a Tárrega y me pierdo, pero en esta ocasión me pierdo por la autovía. Por más que intento salir de ella, no lo consigo hasta llegar prácticamente a Monegros, ya atardeciendo.


(Continuará... )
 
Que bueno lo de la gs1200 a mi eso tambien me ha pasado...y tambien lo he pensado ....ir de viaje y ver siempre alguna en la puerta de algun hotel o monumento tipico de la zona donde te encuentres...
 
Cadaqués es "guay" :cool2:, muy "guay" :cool2: y más en verano. . . pero las vistas desde el faro no que las quita nadie :)
 
Fantastico relato, de lo mejor que he leido por el foro. GRACIAS POR COMPARTIR EXPERIENCIAS !!!
 
Día siete..... y último.




*(Pincha sobre las fotos para ampliarlas).

Los Pirineos se han convertido en una lejana neblina que se superpone a la línea de horizonte. Los colores han cambiado. Los profundos verdes boscosos han tornado a verdes herbáceos de cereal, las carreteras se alargan perdiendo sus sinuosidades, se allanan perdiendo emoción, se estiran haciéndose monótonas.
Me detengo en Perdiguera ante su descomunal iglesia mudéjar del S. XV. Solo un momento.





Continúo hacia Zaragoza por la A-129. No me gusta demasiado entrar en ciudades grandes, pero nunca he estado en Zaragoza y no puedo perder la ocasión de hacer una mini-ruta turística por los monumentos típicos de la ciudad.
Aquí, frente al Pilar, junto a unos edificios grises de barriada obrera, como un grito, es donde encuentro el mural que iniciaba esta crónica. “Porque sueño yo no lo estoy…. Porque sueño yo no estoy loco”.
Me pongo en modo turista y desfilo entre las atracciones. Dentro de la Basílica del Pilar, en sus naves laterales, se disponen gigantescos aparadores repletos de bombillitas para que los feligreses depositen sus dádivas, impuesto de circulación sobre las almas. Nunca he estado en Las Vegas, pero la sensación es la de un gran casino con sus tragaperras en los pasillos, dispuestas a concederte tus deseos, unos terrenales y otros celestiales.







Subo a una de las torres, hago postales, disfruto del sol y de la brisa y vuelvo a salir a la carretera.





Circulo por la N-122 en dirección a Soria. Paso junto a un desvío que indica “Vera del Moncayo”. No puedo resistirme ante tan sugerente nombre y lo tomo. A veces, cuando viajas solo, te dejas llevar por tonterías como un nombre, un olor, una intuición, y te sales de la ruta marcada porque a nadie debes dar explicaciones y a nadie debes tampoco pedir disculpas si lo encontrado no era tan sugerente como prometía tu imaginación.
El Moncayo, 2.314 metros, el más alto pico del Sistema Ibérico, pregunta obligada en más de un examen de la EGB, y ahora yo estaba a su vera. No podía dejar pasar esta oportunidad para presentarme y mostrarle mis respetos.
Vera del Moncayo es un pequeño pueblito que sirve de entrada al Parque Natural. Lo atravieso y a un kilómetro me encuentro con un curioso edificio, el Monasterio de Veruela, primera fundación cisterciense del Reino de Aragón en torno al 1146, que posteriormente tuvo un ilustre inquilino, Gustavo Adolfo Becquer, quien en 1864 escribió desde su aislamiento "Cartas desde mi celda". Viendo el entorno, la celda no parece tan oscura, pero está claro que cada uno se impone sus propias celdas, y muchas veces no hay prisión más inexpugnable que nuestra mente.





Desando el camino hasta regresar de nuevo a la N-122, y continúo hasta llegar a Tarazona. Inmediatamente se destaca a lo lejos la torre románico-mudéjar de la iglesia de Santa Mª Magdalena, que marca el cielo de Tarazona, surgiendo de entre las casitas que se apelotonan unas sobre otras.





Entro en el pueblo y atravieso con la moto la plaza de toros octogonal, curiosa por su geometría y que alberga entre sus muros un buen número de viviendas, todas ellas habitadas.




La sensación de avanzar es difusa. A veces parece que llevas 8 horas sobre la moto y has hecho mil kilómetros y otras parece que te acabas de levantar por la mañana. El reloj biológico está patas arriba, unas veces no tienes sensación ni de hambre, ni de sueño y otras paras en el primer sitio con aspecto de blando para dejarte caer a plomo sin ni siquiera levantar la visera del casco.
El cuerpo fluctúa entre sensaciones, placeres y dolores, reconociendo algunos viejos y descubriendo otros nuevos que no parecen tuyos. Hago balance; repaso mentalmente unos y otros, y veo con claridad que en ningún momento del viaje se ha colado entre ellos el desánimo.
Paro en un parque a las afueras de Soria. Dispongo sobre el césped mi buffet; pan de leña crujiente y cecina de León. La olfateo con un gesto animal, cerrando los ojos para percibir con mayor intensidad su aroma. No puedo sentirme más afortunado. Tengo los pies destrozados, la piel reblandecida y con llagas, estoy sentado en el suelo, apoyando la espalda sobre el tronco fino de un arbolillo que me sirve su sombra, cansado, el último día de mi viaje y me siento afortunado. Sentado en el suelo, viendo como el viento mueve sutilmente las briznas de hierva, me siento como Diógenes, no por compartir su sabiduría, que ya quisiera, si no por acercarme a su filosofía al sentir que me he desprendido de deseos inútiles y con ellos de muchas de las necesidades que nos lastran. Tengo que reconocer que es más cómodo filosofar con el estómago lleno, pero tampoco sería sensato prescindir de todos los placeres.





Cuando termino de comer, el cielo se encapota, borrando los verdes enérgicos del césped, repartiendo una pátina gris sobre todo lo que me rodea. La cosa se pone fea rápidamente. El viento empieza a soplar con fuerza y algunas gotas sueltas salpican la calle. Recojo todo y me pongo en marcha con la esperanza de dejar atrás la tormenta que se me echa encima. Aprieto el ritmo y el día se convierte en noche en cuestión de minutos. No me alejo de la tormenta, sino que me adentro de lleno en ella. Las rachas de viento son como pequeños ciclones que te desplazan sobre la carretera a su antojo. Siento con impotencia que la moto te lleva a ti, sin que tú tengas realmente el control sobre ella. Para complicar más aún las cosas, antes de llegar a Aranda de Duero, piedras de hielo del tamaño de monedas de euro empiezan a golpear en el casco, resonando con fuerza, y al momento, los impactos sobre los brazos y las piernas empiezan a notarse como perdigonadas agudas. Frente a mí no hay nada, solo carretera. Ni un puente, ni un árbol, ni una casa abandonada. El viento me lleva y me trae, acercándome a la cuneta en sus envites. Siento miedo de verdad al ver que en un segundo me puede lanzar fuera de la carretera, o contra un vehículo que venga de frente. De repente, en un cruce en medio de la nada veo una pequeña parada de autobús, tan de repente que apenas puedo frenar. El agua y la gravilla del cruce hacen que patine e instintivamente ponga mis pies en el suelo para intentar no perder la verticalidad. Consigo parar a un palmo de la cuneta y bajo lluvia de mortero me cobijo dentro de la caseta, viendo como el granizo impacta sobre la moto. El viento cuela el agua por entre el marco del ventanal y yo repaso en mi cabeza la frenada de hace un momento, los movimientos que he hecho, lo que podría haber hecho y no hice, y pienso en la poca distancia que hay entre volver y no volver a casa.
La tormenta va pasando sobre mí y aunque continúa lloviendo, el granizo y los ciclones han amainado. Subo a la moto y continúo mi camino.







Paso Aranda y me acerco a Peñafiel. Desde lejos se ve su particular castillo, alargado como un barco varado sobre la montaña. Cruzo el pueblo y subo la colina hasta su puerta. Dejo la moto y me alejo para tomar una fotografía. Con el “clic” del pulsador de la cámara y tras ver en la pequeña pantalla la fotografía que acabo de tomar, me doy cuenta de cómo la soledad me ha acompañado en este viaje más allá de lo evidente.





Repaso mentalmente las fotografías de mi viaje y me doy cuenta de cómo la soledad está presente en casi todas ellas; pero no mi soledad, sino la soledad de los lugares por los que he transitado. Llegaba, dejaba la moto, me alejaba unos metros y sacaba la fotografía. Prácticamente en todas ellas, no había allí nadie más que mi moto y yo. Solo en el Cabo de Créus tuve que buscar esa soledad.





Tu yo siempre te persigue y ni yendo en moto consigues dejarlo atrás. Da igual lo que hagas, al final siempre harás lo que eres capaz de hacer.
Me gusta ver mi moto diminuta, al fondo, sola, insignificante como yo tras la cámara, en un paisaje descomunal, junto a monumentos eternos, siempre en silencio.
Tal vez cuando yo me marcho, la gente sale a la calle y el bullicio irrumpe de pronto en mi lugar vacío. Tal vez todos están ahí, siempre. Tal vez mi cámara solo dispara en modo “soledad”.

Vuelve a llover. 80 kilómetros y ya….
Estoy en casa. Paro el motor y una sensación de euforia contenida recorre mi cuerpo. Mi moto calla dócil y yo permanezco todavía unos minutos sobre ella, en silencio.
 
Última edición:
Javier, creo haberme acercado al campo sin segar de esos todos sentimientos que has expresado...te expresó mi más sincera felicitación y alegría por perseguir incansable y conseguir hacer realidad tus sueños..., una botella de verdejo de mi Tierra para un amigo..., como un niño que no toma su helado hasta que no empieza a derretirse...gracias por tu ayuda en la Válvula...

Un abrazo.
 
Una cronica muy amena y bien documentada,las fotos preciosas,gracias por compartir tu viaje,con esta tan esplendida maquina.
 
Hacia mucho tiempo que no tenía nada que decir. Tan solo enhorabuena.
 
Ha sido un verdadero placer leerte. Gracias por hacernos participe de tus sensaciones y sentimientos que, para mi al menos, es lo más difícil expresar.
 
Gracias a todos los que os habéis tomado la molestia de leerme. Decidí hacer una crónica emocional, aún pensando que no interesaría mucho este tono tan personal.
Me han sorprendido mucho vuestros comentarios y me alegra enormemente encontrar aquí personas que comparten conmigo la capacidad de emocionarse por las pequeñas cosas. Gracias compañeros ;)... nos vemos en la carretera.
 
enhorabuena por la crónica, ha sido un placer leerla y releerla , has disfrutado y nos has echo disfrutar a los que estábamos aquí leyendo y con los dientes largos de envidia jajajajaj lo dicho gracias por compartir con nosotros !!!!!
 
A mi tbn me ha gustado mucho....Gracias por compartirla con nosotros y por la currada de escribirla....!!
 
Javito, has conseguido hacerme viajar sin moverme del sillón. Hasta el pinchazo, y como no, la lluvia granizada, han sido reales ( lo de la cubierta de las de campo me lo he apuntado, es interesante). Realmente tus relatos, así como el complemento fotográfico, dan vida al viaje. Considero que mis vídeos se quedan cortos para eso. Felicidades y no dejes de contarnos cosas, tu narrativa es excelente. Saludos
 
Gracias, he pasado un buen rato leyendo tus crónicas, que suerte que haya gente que narre tan bien, para los que se nos da tan mal contar algo podamos disfrutar.
Un placer.
 
Muchas gracias por deleitarnos con tu relato.
Muy bien escrito !!!!!
 
Me gustaría tener un poco de tu habilidad para poder expresar correctamente lo mucho que me ha gustado el relato, me ha encantado...
Gracias por hacernos disfrutar.
 
Gracias por el relato, he disfrutado leyendolo y admiro esa aventura.
 
Buen narrador, buen fotógrafo y cómo no, buena moto!!!
Me ha gustado mucho leer tu aventura en solitario... el pinchazo, el de la grúa, Mr. Bike, etc...
Saludos.
 
Muy amena, llena de sentimientos y reflejando en la crónica tu sentir a cada paso. Muchas gracias por compartirla.

V'ssssssss;)
 
Te odio, te envidio.... has hecho lo que todavía algunos de nosotros tenemos en el A.D.N. latente. Ahora he empezado a leer a otro aventurero, "los viajes de jupiter", éste como tú son los que nos hacen soñar despiertos y pensar que hay algo mas que hacer en esta vida.
Por cierto, tu forma de escribir es en todos los sentidos, impresionante. También conozco a Natxo, somos clientes recíprocos, vecinos en el trabajo y en el barrio, le comentaré sobre tu buena publicidad, saludos. Agur
 
Muchas gracias de nuevo a todos. Gracias por vuestro comentarios y por compartir conmigo vuestra capacidad para soñar.

Milian, gracias por poner en la misma frase la palabra "aventurero", a Ted Simon y a mí, es todo un alago, pero él gastó un poco más de gasolina que yo :D
Saluda a Natxo de mi parte ;)

¡Un abrazo compañeros!
 
Javi, tu viaje y tu relato junto con la galería de imagenes es una pequeña obra de arte; y te aseguro que da gusto repasarla una y otra vez. GRACIAS.
Saludos cordiales.
 
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