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Curveando

Desde el pasado día 15, una nueva ley obliga a los motociclistas vietnamitas a llevar casco tanto en la ciudad como en las vías interurbanas. Una medida que a ojos europeos es de lo más razonable y fácil de aceptar, pero que ha desencadenado una gran polémica en un país que intenta olvidar los desmanes de la guerra y mira al futuro con esperanza.
Los vietnamitas son 85 millones y se mueven a diario en 18 millones de motos, sin respetar la circulación por la derecha, ni los pocos semáforos, ni a los peatones, y por supuesto sin casco. El resultado de este despropósito es la cifra de más de 30 muertos al día en el asfalto, vergonzosa para todo país que pretenda salir del subdesarrollo.
Según la ONU, cada año mueren en el mundo 1.200.000 personas en la carretera, y 50 millones sufren heridas. Además de las pérdidas humanas, ello supone una pesada carga para los países con un desarrollo medio o bajo, donde las cifras se disparan. En la mayoría de los casos, los gastos derivados de los accidentes superan las ayudas internacionales que reciben.
Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York y millonario filántropo, ha donado 6,4 millones de euros a la Organización Mundial de la Salud (OMS) para campañas en Vietnam y en México sobre el uso del casco, los cinturones de seguridad y las sillas para niños.
Para un occidental, conducir un vehículo en Vietnam es un acto de heroicidad. Las grandes ciudades, Ho Chi Minh y Hanoi, son un hervidero de motos, bicicletas y poquísimos coches que se cruzan en los semáforos, toman calles contra dirección y hacen sonar el cláxon constantemente y sin ningún motivo. Circular a pie es todavía más peligroso. El peatón es un estorbo para los conductores, que practican constantes eslálones para sortearlos. Las aceras están abarrotadas de motos aparcadas, con lo que los que van a pie no tienen otro remedio que bajar a la calzada y zambullirse en un mar de ciclomotores, metáfora paranoica de esos bancos de miles de peces que se mueven al unísono a gran velocidad pero que, milagrosamente, nunca se tocan.
En las carreteras y en los pueblos el problema es otro. En las motos se transporta de todo y de cualquier modo. Animales vivos y muertos, neveras, utensilios de labranza y, si es necesario, la familia al completo.
Aspirante a tigre
La fotografía de Vietnam que la mayoría de la gente retiene en la memoria dista mucho de la realidad. La guerra y las bicicletas forman parte del pasado. Los vietnamitas se levantan a las 5 de la mañana para hacer taichí en el parque, y luego abren la tienda o van a trabajar al campo hasta bien entrada la noche. Son interminables jornadas laborales, con muy pocos días de asueto y salarios de supervivencia. El afán por olvidar el napalm y el zumbido amenazador de los B-52 les ha llevado a mirarse en el espejo de su vecina Tailandia y dejarse querer por el turismo masivo, aceptar a las multinacionales y producir y producir para llegar a ser un nuevo tigre asiático.
A pesar de esta febril vorágine y de coquetear con el mundo del capital, Vietnam sigue siendo un país comunista donde un extranjero no puede comprar suelo, aunque sí alquilarlo por 50 años. La paradoja de las banderas rojas con la hoz y el martillo ondeando junto a carteles publicitarios de coches de lujo americanos o japoneses ayuda a entender el carácter pragmático de un pueblo que solo mira hacia adelante. Eso sí, a partir de ahora con el casco puesto.
V,s