Era temprano cuando los diestros y demás personal (incluido el botijero) se desperezaban en sus casas, ansiosos y nerviosos por la tarde que les acontecía.
Serían cerca de las 14:00h y el mercurio rondaría los 23º cuando pusimos un pie en el gran pueblo de Cabañas Raras. La entrada fue como se esperaba, el jamón y las cigalas corrían por doquier, quizás más de la cuenta ya que luego hubo quien lo acusó; y en definitiva fue el público y quizás el espectáculo en general, quien se vio afectado por la generosa mano de “Paco” el encargado de las viandas.
Tarde era para estar comiendo y algo pronto para empezar la faena, pero sobre las 17:00 h o quizá antes, los diestros capote en mano y hechos un manojo de nervios, se encaminaban como oveja al matadero a su particular tarde de gloria.
La plaza estaba a rebosar, no cabía un alfiler y la reventa se había disparado hasta no pagar nada por una entrada.
Compartiendo cartel, unos compañeros de la zona gallega.
Y así fue, cuando más pegaba el sol y los periódicos pasaban a ser improvisados sombreros de papel, salió el primero de la tarde, alto de agujas, negro zaino, los pitones tan grandes como la cabeza misma... Después de dejarle recorrer la plaza para que conociera lo que le esperaba, salió el diestro, recogió el capote del suelo, siempre bien escoltado por el resto de la cuadrilla y le dio los primeros pases. El toro de nombre “Jacintín” tendía a quedar corto después de cada pase, hasta que llegó “El jiminiego” y tras varias frivolidades diose cuenta que había que bajarle la mano para que humillase y así conseguirle arrancar el pase completo.
Fueron muchos los OLÉS que se oyeron en toda la plaza, y la música sonó, entró
al ruedo “el pequeño”, y no se lo pensó ni dos veces. Cuando ya había levantado a la gente tres veces de su asiento, hasta hubo quien (fémina por supuesto) le agradeció los pases con ciertas prendas (algo intimas a mi parecer) que le tiro a la arena.
Todos tuvieron su turno, pero fue el segundo y último astado el que más pasiones levantó. Algo más corto de peso y de color negro bragado, parecía el maldito diablo. Los diestros, curtidos en mil batallas (incluso alguna ganada) le robaron unas verónicas y media docena de chicuelinas hasta que sonó el cambio de tercio.
La tarde estaba acabada, y los toreros exhaustos por el calor, empezaban a acusar el cansancio. Hubo recortes, algún revolcón y muchos, muchos OLES y VIVAS hasta que se abrió la puerta grande, la más grande esa tarde diría yo, que hasta el botijero salió a hombros por la misma, ya que le supieron recompensar el frescor del agua y la justa cantidad echada para que las muletas no se dejaran mover el caprichoso aire, no excesivo pero siempre molestos en este tipo de festejos.
Y así fue señores, como una tarde de sábado se engrandecieron (aun más si cabe) la figura de esos Diestros, que esperemos que pronto vuelvan a reunirse y deleitar a los presentes, contando esta vez con alguno que en esta ocasión no pudo asistir a otra gloriosa tarde de TOROS.