Bob Dylan no suele hablar nunca de su vida ni de su obra, pero una vez se dignó comentar lo que le ocurría cuando componía sus canciones: "Es como si un fantasma compusiera la canción. Te entrega la canción y luego se larga, sí, se larga. Y tú no sabes lo que significa esa canción. Sólo sabes que el fantasma te ha elegido a ti para componerla". Cualquiera que haya intentado escribir poesía sabe que las cosas ocurren más o menos así. Ese fantasma existe, se presenta, te entrega la canción o el poema y luego se larga. A veces vuelve, a veces no vuelve más. Nunca más. Y por mucho que uno lo persiga, el fantasma no vuelve a aparecer, porque ese fantasma es caprichoso y casquivano. En el caso de Dylan, el fantasma ha sido muy generoso. Tuvo algunos altibajos, es cierto, y periodos de confusión o de debilidad, pero en general el fantasma ha sido muy fiel. Lleva casi sesenta años apareciéndose. Y en esta última época le ha dado composiciones majestuosas. Not Dark Yet, por ejemplo. Y muchísimas más.
¿Se merecía Bob Dylan el premio Nobel de Literatura? Claro que sí. Pero al mismo tiempo son muy razonables algunas de las objeciones que se han hecho. Los críticos argumentan que las canciones de Dylan no son poesía sino otra cosa, y es verdad. De hecho, muy pocas canciones de Dylan resisten la prueba de ser leídas sobre el papel sin el acompañamiento de la música (y sobre todo, de la peculiar voz de Dylan, que es quizá el mejor intérprete de música popular de nuestra época, por muy cascada y fea que parezca su voz). Pero en realidad la poesía surgió como un medio de expresión que combinaba la música y el baile y la palabra. Cuando los hombres primitivos componían canciones, también cantaban y bailaban, y lo hacían para pedir protección durante una cacería de mamuts, o para dar miedo al enemigo, o para proclamar la alegría por el nacimiento de un niño o la tristeza por la muerte de una mujer. Todo cabía en una canción. Uno de los primeros nombres de poetas que conocemos es el de una mujer, Enheduanna, que fue sacerdotisa en Sumeria y componía himnos a la luna. Himnos, claro está, cantados. Y lo mismo ocurrió con la antigua lírica griega y mucho después con los trovadores: recitar era cantar y cantar era recitar, todo a la vez. Sólo la edad moderna hizo que la poesía se alejara de esa necesidad primigenia de cantar y de musicar los poemas. De modo que Dylan no ha hecho más que volver al origen, a la poesía que era canción y a la canción que era poesía. Sólo que él ha sabido meter en una sola canción todo lo que nos hace humanos desde el nacimiento hasta la muerte: el frenesí de estar vivos, la lujuria, la desesperación, el amor, la rabia, el aburrimiento, el júbilo, la confusión, el miedo a la muerte, la búsqueda de Dios, todo, todo está ahí. En una sola canción o en cientos de canciones. Y en este sentido, Dylan no tiene nada de moderno. Porque lo moderno, lo alejado del espíritu original de la poesía, es un soneto escrito para ser leído en la página impar de un libro.
También se ha dicho que hay poetas vivos mucho mejores que Dylan. Y puede que sea cierto. ¿Es Dylan mejor que Adam Zagajewski, por ejemplo? ¿O mejor que el poeta sirio Adonis, que tiene poemas muy dylanianos? Difícil saberlo. Pero los escritores no son lanzadores de peso cuyos logros puedan medirse con una cinta métrica. Y eso que los poetas siento contradecirme también son lanzadores de peso. Convierten su experiencia vital en una bola de hierro en forma de poema que lanzan hacia lo desconocido. Algunas de esas bolas de hierro son objetos perfectos, brillantes, muy bien pulimentados. Otras no lo son tanto, tienen imperfecciones, melladuras, desconchones. Y desde luego, los poemas de Dylan o las canciones de Dylan no son objetos perfectos. Tienen aristas, bajadas de tensión, fogonazos deslumbrantes perdidos entre un mar de palabras sin sentido, incoherencias, reiteraciones. Pero nada de eso impide que sean memorables. El peso que Dylan ha lanzado ha llegado más lejos que ningún otro y ha sido visto por mucha más gente. Porque nuestra vida, la vida de todos nosotros los que hemos nacido durante los sesenta años que Dylan lleva componiendo canciones, está contenida en esas canciones. Y explicada por ellas. Y casi me atrevería a decir que justificada por ellas, con todas sus imperfecciones y con toda su palabrería y con todas sus incoherencias, y a veces hasta con la pequeña porción de grandeza que también pueda haber en nuestras vidas.
El año pasado le dieron el premio Nobel de Literatura a la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, y también hubo muchas críticas contra ella. Algunos decían que Alexiévich sólo escuchaba a sus entrevistados y luego reproducía sus palabras. "Una narradora oral", decían con desdén. Es cierto que Svetlana Alexiévich se dedica a narrar la historia oral de unas personas desconocidas que le cuentan su vida (su experiencia en la guerra contra los nazis, o en Chernóbil después de la explosión, o en la guerra de Afganistán). Cuando entrevistó a cientos de mujeres soviéticas que habían luchado en la Segunda Guerra Mundial, Alexiévich no hacía otra cosa que compartir una taza de té y escuchar a la mujer que le contaba su vida. Y no sólo escuchaba, sino que a menudo lloraba, porque esas mujeres le abrían su corazón y le contaban lo que nunca antes se habían atrevido a contarle a nadie. Escuchar y llorar no suelen ser actividades muy elogiadas, pero este mundo sería un lugar mucho mejor si supiéramos hacer las dos cosas. Escuchar. Y llorar con quien está contando por primera vez su historia, una larga historia de dolor y miedo y valentía.
Dylan también ha hecho esto. Es como si hubiera estado presente en la vida de todos nosotros y nos hubiera escuchado llorar y reír y maldecir y entristecernos y saltar de alegría. Y como si luego él también se hubiera puesto a llorar y a reír con nosotros. Bueno, él no, sino más bien su fantasma, esa criatura misteriosa que se presentaba de improviso y le entregaba una canción.