Queridos Amigos, hace unos días hemos llegado de Marruecos, me gustaría compartir con todos este viaje o mejor dicho esta aventura. Espero que os guste, primero la crónica desde dos puntos de vista y luego las fotos y los vídeos.
Anoche dormimos mal, según se mire. Tuvimos un sueño increíble, aunque en un principio, pueda parecer más bien una pesadilla.
Como cualquier otro sueño, este no tenía ni pies ni cabeza. Estábamos atrapados en un sitio lejos de casa, en el Norte de África. Era una noche gélida con un increíble cielo estrellado. Estábamos exhaustos, después de dos largos días de viaje, y algo perdidos en una escarpada zona muy próxima a montañas que llegan hasta los 4.000 mts. Esa zona en las faldas de la cordillera del Atlas está muy poco transitada en invierno debido a la nieve. Y este invierno menos aún, debido a los recientes conflictos políticos que acababan de desencadenar en revueltas callejeras por todo el país. Pero el caso es que nos encontrábamos en el lecho de un río, en plena noche y más de 2.000 metros de altitud. Las fuerzas andaban escasas, así como el agua potable que transportábamos.
Habíamos estudiado varias posibilidades para la ruta de ese día. El primer intento fué eso, solo un ataque frustrado a la cumbre siguiendo la pista de tierra que teníamos planeado recorrer con nuestras motos. Esa misma mañana habíamos tenido que abandonar ese primer camino de piedras sueltas, ya que al no estar en los mapas, no teníamos nada claro su destino final. Solo contábamos con la, a veces, poco fiable información de algunos lugareños. Los bereberes basan la accesibilidad de un determinado sitio en su capacidad para atravesarla caminado o a lomos de un burro. Y tienen la creencia de que por donde pasa un burro, puede pasar una motocicleta de 300 kg cargada hasta los topes. Después de rodar varios kilómetros por una pista realmente complicada, decidimos abandonar, ya que el terreno era cada vez más escarpado y las piedras sueltas cada vez más grandes. Los bereberes no tienen una percepción occidental de las distancias. Para ellos, casi todo allí está a “un kilómetro” y luego resulta que son 11 ò 22 km de pista infernal. Esos caminos son en realidad el lecho de un río seco o los senderos labrados por los rebaños del ganado transhumante del Gran Atlas.
Si a eso sumamos que una de las motos iba “tocada” con la rotura del retén del amortiguador delantero y una llanta reparada según técnicas un tanto ancestrales en una herrería de un pequeño pueblo del camino, cualquiera podría adivinar que habría que sopesar muy bien nuestras opciones.
Rodar en sitios remotos donde la naturaleza juega a su antojo con montañas, ríos y valles, hace que cada posible camino hasta el destino elegido, pueda llegar a convertirse en una trampa sin salida. Y la cosa es, que no era la primera vez que lo hacíamos, pero por alguna misteriosa razón, decidimos que habría otro camino.
Y efectivamente, siempre hay otro camino. Pero no siempre es el mejor. En este caso, fué precisamente el peor de todos los posibles. Entusiasmados con la idea de haber encontrado una posible pista de tierra que iba en la buena dirección, concluimos que esa era nuestra mejor oportunidad. El barro, los profundos charcos y la nieve aparecieron pronto y nos dejaron poco tiempo para disfrutar de ese mágico paisaje. En ese momento uno se acuerda de aquel viejo dicho sobre las complicaciones que pueden surgir en cualquier cirugía. En el grupo siempre tenemos presente aquellas palabras que un viejo cirujano repetía con solemne parsimonia hace ya muchos años: “cuando veas una cucaracha, asume inmediatamente que no estará sola”. Y que gran verdad. Pronto, otra de las motos comenzó a echar bastante humo tras haber sido sometido su embrague a un trabajo excesivo. Y la siguiente cucaracha no tardó en llegar. La rueda delantera de las tres motos comenzaron a bloquearse, embotadas por la densa mezcla de barro, nieve y piedras. Eso significó el principio de una auténtica coreografía de caídas y atascos en el fango.
Para animar la fiesta, de pronto aparece un lobo suelto merodeando cerca de nuestro camino. Por suerte, no era más que un precioso lobo “domesticado” que acompañaba a dos jóvenes pastores de montaña. Aquellos dos muchachos, no solo nos informaron sobre un posible refugio para pasar la noche, sino que también nos ayudaron a tirar de las motos en las zonas más complicadas. Pero llegó un momento, en el que ni con la ayuda de los pastores bereberes, era seguro continuar. La noche llegó y moverse entre un montón de piedras del lecho de un río con la moto cargada, dejó de ser una experiencia estimulante para pasar a ser una auténtica pesadilla, especialmente después de más de 10 horas de moto en una pelea de antemano perdida con la montaña, mientras rodábamos de pie en precario equilibrio sobre nuestras cada vez más abolladas máquinas.
Y por fin, el pequeño milagro tuvo lugar. Allí estaba, en mitad de la oscuridad más absoluta, como si estuviera contestando al haz de luz de nuestras cansadas motos. Era la pequeña luz de una linterna de una jóven bereber, que enseguida nos cogió literalmente de la mano para guiarnos hasta lo que parecía ser una pequeña y primitiva casa de adobe, junto a un rebaño de cabras. En ese momento y durante unos segundos, pensamos que las cabras nos miraban con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Suponemos que las cabras no pueden expresarse así, pero el agotamiento nos hizo ver cabras riéndose de nosotros y de nuestra rocambolesca situación. Y ya era lo que nos faltaba.
Aquí es donde comenzamos a apreciar la tremenda diferencia entre el concepto occidental de hogar y la idea de hogar de alguien que, por una extraña mezcla de tradición y necesidad, es nómada y no tiene apenas nada material. Tras un par de minutos de duda e incertidumbre, nos venció el agotamiento y la imperiosa necesidad de parar a pernoctar. Y entonces ocurrió la magia. Aquella familia perdida en mitad de un sitio verdaderamente inhóspito nos ofreció lo que tenían. Compartieron sus gruesas mantas de lana de oveja, su delicioso tajín y su pequeña pero tremendamente eficaz estufa de leña. Dicha estufa, era el centro neurálgico de la actividad de esa diminuta casa de adobe y piedra, que parecía estar desprovista de la más mínima señal de lujo y confort. Sin electricidad ni agua potable, sus básicas pertenencias quedaban tenuemente iluminadas por una única luz de gas portátil y la reconfortante luz de la estufa-cocina de leña. Esa luz hacia del tosco refugio de barro, un palacio cálido y protector.
Lo curioso es que en esa peculiar cena, ninguno entendíamos que nos trataban de decir, lo cual hace que nos esforzárabamos en hablar más alto y vocalizando mejor, como si de esa manera se pudiera solucionar cualquier barrera lingüística. Pero llegamos a un punto en el que las palabras sobraban. Llegó el silencio que en Occidente tanto incomoda, pero que aquí parece lo más natural del mundo. Poco a poco las miradas, las sonrisas y los gestos, dieron paso a una verdadera conversación sin palabras.
La agradable cena con tajín y pan bereber hecho en casa, transcurrió entre varias consultas médicas que nos hizo sacar nuestros bien surtidos botiquines. El resultado fue un vendaje funcional en un esquince de tobillo, un tratamiento para una precaria muela y un eczema. A la verdadera protagonista de aquella inolvidable familia, la dulce y pequeña Jalima, le dimos unas bolsas de caramelos y una bengala de líquido luminescente que hizo que se quedara con la boca abierta unos minutos, hasta que se quedó placidamente dormida en el suelo sobre una manta hecha a mano por las duras manos de su madre.
Todo esto creó una extraña, falsa e hipócrita sensación de haber hecho algo bueno, cuando en realidad no habíamos hecho absolutamente nada más que despojarnos de algo que probablemente nos sobraba. Es más, nos quedó un cierto sabor agridulce. Nuestro equipo moderno y ultracompacto para viajes en sitios remotos , superaba con creces las pertenencias que una familia bereber nómada tendrá en todo su vida. Suena estúpido regalar caramelos y una bengala a alguien que no tiene un abrigo que ponerse en las largas y frías noches de invierno en aquella remota casa hecha sobre la inverosímil premisa de la provisionalidad. Nos preguntábamos ingenuamente, por qué su casa estaba hecha de forma tan tosca y primitiva. Cuando en realidad, viven sin saber si mañana el río bajará lleno de agua y se llevará sus pocas pertenencias. Esa idea de temporalidad, hace que parezca absurdo e irreal pretender hacer planes a medio plazo. Los tres sentimos una profunda vergüenza por criticar frívolamente su teórica falta de ideas sobre los aspectos logísticos de su casa. Cuando en realidad es como vivir en una autocaravana de barro anclada en el suelo de una tierra que cambia y se transforma en menos de veinticuatro horas, como una bestia salvaje a la que nadie osa domesticar.
Resulta paradójico, y al vez frustrante, pensar que para unos es toda una proeza dormir dentro de un establo para cabras con unos aliviaderos en la pared y marcas de agua que indican que las riadas son algo frecuente en esa zona, cuando para otros es un verdadero lujo dormir en tales circunstancias. El equipo de Occidente, con sus potentes máquinas armadas hasta las cejas para poder afrontar casi todos los problemas posibles, contra el equipo Bereber, armado con un turbante, un puñado de leña y algunas cabras. Y os podemos asegurar que nos ganaron por goleada. Otra lección más que da alguien que vive con lo puesto, a alguien que llega con la arrogante idea de que viajar “con lo puesto” es toda una aventura, cuando en realidad, para nosotros era algo circunstancial y transitorio.
Para nosotros, la idea es transportar todo el equipo “necesario” para salir de cualquier atolladero. Para ellos, la idea es aprender y enseñar a su prole a vivir con lo mínimo, a no necesitar nada superfluo. Ellos no luchan contra las inclemencias del tiempo y los caprichos de la naturaleza; las aceptan sin protestar, se adaptan y viven en milagrosa armonía con ella.
Sin duda, aprendimos mucho en este viaje, pero los tres quedamos impactados por alguien que enseña tanto con tan poco. Nosotros con un Ipad de última generación en la bolsa estanca de la moto. Ellos te enseñan con orgullo su única foto. Y esta es, la del carnet de identificación del gobierno marroquí. La única foto que tienen y encima no entienden el texto que la rodea, porque no saben leer ni escribir.
Pero estos tres aturdidos occidentales tendrían que enfrentare a una situación realmente incómoda. La cuestión era como salir de aquella inaccesible zona. Hacia atrás se nos antojaba poco estimulante, ya que suponía rememorar el pequeño infierno del día anterior, pero con mucha menos gasolina y con poco más de medio litro de agua potable para los tres. La alternativa de seguir el río atravesando la profunda garganta rocosa era una opción, pero suponía una trampa aún peor. La única pista de tierra que era distinta a la que habíamos utilizado para llegar allí, era indudablemente el final del camino de cabras que habíamos tenido que abandonar el día anterior por la dificultad técnica que suponía y las limitaciones impuestas por nuestras averías.
Después de algunos momentos de tensión y silencios aderezados por algún que otro paseo exploratorio para valorar sobre el terreno nuestras cada vez más escasas posibilidades de salir de aquella zona sin apoyo externo, decidimos que la única opción razonable era intentar volver por donde habíamos venido. Quizá no fuera la ruta más corta, pero al menos sabíamos a lo que nos enfrentábamos, y en caso de quedarnos sin agua, sabíamos que en aquella zona había nieve, con lo que siempre podríamos recurrir al viejo recurso de hervir nieve para beber agua.
Aquí es donde la admirable tenacidad, paciencia y resistencia de mis compañeros brilló en todo su esplendor. Si no hubiera sido por la tremenda labor de equipo, todavía estaríamos allí. Lo más importante de este viaje no fueron las motos, sino la más absoluta determinación para que las motos siguieran funcionando y rodando después de cada caída. Sin la actuación, exenta de todo ego, de mis compañeros no podríamos haber llegado tan lejos. Es curioso el efecto que causa tener a alguien así a tu lado en situaciones semejantes. Es cierto, que una persona en su sano juicio no se metería solo en semejante lío, simplemente porque el hecho de tener una caída, puede suponer un desenlace algo más que preocupante. Sin cobertura de teléfono y con difícil acceso para vehículos motorizados de rescate, la cosa se puede poner realmente fea.
Por mucho que se prepare y ajuste la lista del equipo necesario, no se pueden cubrir todas las posibles eventualidades. Eso es parte del pacto no escrito con estas tierras. Hay que adaptarse continuamente a las situaciones del terreno y de la climatología. Pretender lo contrario, sería un suicidio programado.
Viajar en moto en condiciones adversas recorriendo el llamado “Marruecos profundo” es algo especial y mágico. La impotencia, la frustración y el cansancio se mezclan en un extraño coctel con las situaciones imprevistas, para eliminar de un plumazo la careta que todos llevamos puesta. Nos deja expuestos, tal y como somos en realidad, aflorando lo mejor y lo peor de uno mismo. En nuestra ordenada vida cotidiana, tenemos muy pocas oportunidades para que esto ocurra. Eso hace aún más atractivo este tipo de viajes. Y la gran paradoja, es que uno piensa que esto es aventura, cuando la verdadera aventura, la viven día a día lo pobladores de esas maravillosas e inaccesibles tierras.
Son las 07:00h. Acaba de sonar la aburrida alarma de nuestros despertadores. Estamos molidos. Toda la noche soñando viajes imposibles. Café, ducha y al trabajo en moto. Pero que raro… las ruedas están llenas de barro. Algo muy extraño ha ocurrido. Ninguno de los tres vimos ningún charco ayer, en nuestro rutinario trayecto al trabajo…
By Caballo Loco
MARRUECOS FEBRERO 2011
Anoche dormimos mal, según se mire. Tuvimos un sueño increíble, aunque en un principio, pueda parecer más bien una pesadilla.
Como cualquier otro sueño, este no tenía ni pies ni cabeza. Estábamos atrapados en un sitio lejos de casa, en el Norte de África. Era una noche gélida con un increíble cielo estrellado. Estábamos exhaustos, después de dos largos días de viaje, y algo perdidos en una escarpada zona muy próxima a montañas que llegan hasta los 4.000 mts. Esa zona en las faldas de la cordillera del Atlas está muy poco transitada en invierno debido a la nieve. Y este invierno menos aún, debido a los recientes conflictos políticos que acababan de desencadenar en revueltas callejeras por todo el país. Pero el caso es que nos encontrábamos en el lecho de un río, en plena noche y más de 2.000 metros de altitud. Las fuerzas andaban escasas, así como el agua potable que transportábamos.
Habíamos estudiado varias posibilidades para la ruta de ese día. El primer intento fué eso, solo un ataque frustrado a la cumbre siguiendo la pista de tierra que teníamos planeado recorrer con nuestras motos. Esa misma mañana habíamos tenido que abandonar ese primer camino de piedras sueltas, ya que al no estar en los mapas, no teníamos nada claro su destino final. Solo contábamos con la, a veces, poco fiable información de algunos lugareños. Los bereberes basan la accesibilidad de un determinado sitio en su capacidad para atravesarla caminado o a lomos de un burro. Y tienen la creencia de que por donde pasa un burro, puede pasar una motocicleta de 300 kg cargada hasta los topes. Después de rodar varios kilómetros por una pista realmente complicada, decidimos abandonar, ya que el terreno era cada vez más escarpado y las piedras sueltas cada vez más grandes. Los bereberes no tienen una percepción occidental de las distancias. Para ellos, casi todo allí está a “un kilómetro” y luego resulta que son 11 ò 22 km de pista infernal. Esos caminos son en realidad el lecho de un río seco o los senderos labrados por los rebaños del ganado transhumante del Gran Atlas.
Si a eso sumamos que una de las motos iba “tocada” con la rotura del retén del amortiguador delantero y una llanta reparada según técnicas un tanto ancestrales en una herrería de un pequeño pueblo del camino, cualquiera podría adivinar que habría que sopesar muy bien nuestras opciones.
Rodar en sitios remotos donde la naturaleza juega a su antojo con montañas, ríos y valles, hace que cada posible camino hasta el destino elegido, pueda llegar a convertirse en una trampa sin salida. Y la cosa es, que no era la primera vez que lo hacíamos, pero por alguna misteriosa razón, decidimos que habría otro camino.
Y efectivamente, siempre hay otro camino. Pero no siempre es el mejor. En este caso, fué precisamente el peor de todos los posibles. Entusiasmados con la idea de haber encontrado una posible pista de tierra que iba en la buena dirección, concluimos que esa era nuestra mejor oportunidad. El barro, los profundos charcos y la nieve aparecieron pronto y nos dejaron poco tiempo para disfrutar de ese mágico paisaje. En ese momento uno se acuerda de aquel viejo dicho sobre las complicaciones que pueden surgir en cualquier cirugía. En el grupo siempre tenemos presente aquellas palabras que un viejo cirujano repetía con solemne parsimonia hace ya muchos años: “cuando veas una cucaracha, asume inmediatamente que no estará sola”. Y que gran verdad. Pronto, otra de las motos comenzó a echar bastante humo tras haber sido sometido su embrague a un trabajo excesivo. Y la siguiente cucaracha no tardó en llegar. La rueda delantera de las tres motos comenzaron a bloquearse, embotadas por la densa mezcla de barro, nieve y piedras. Eso significó el principio de una auténtica coreografía de caídas y atascos en el fango.
Para animar la fiesta, de pronto aparece un lobo suelto merodeando cerca de nuestro camino. Por suerte, no era más que un precioso lobo “domesticado” que acompañaba a dos jóvenes pastores de montaña. Aquellos dos muchachos, no solo nos informaron sobre un posible refugio para pasar la noche, sino que también nos ayudaron a tirar de las motos en las zonas más complicadas. Pero llegó un momento, en el que ni con la ayuda de los pastores bereberes, era seguro continuar. La noche llegó y moverse entre un montón de piedras del lecho de un río con la moto cargada, dejó de ser una experiencia estimulante para pasar a ser una auténtica pesadilla, especialmente después de más de 10 horas de moto en una pelea de antemano perdida con la montaña, mientras rodábamos de pie en precario equilibrio sobre nuestras cada vez más abolladas máquinas.
Y por fin, el pequeño milagro tuvo lugar. Allí estaba, en mitad de la oscuridad más absoluta, como si estuviera contestando al haz de luz de nuestras cansadas motos. Era la pequeña luz de una linterna de una jóven bereber, que enseguida nos cogió literalmente de la mano para guiarnos hasta lo que parecía ser una pequeña y primitiva casa de adobe, junto a un rebaño de cabras. En ese momento y durante unos segundos, pensamos que las cabras nos miraban con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Suponemos que las cabras no pueden expresarse así, pero el agotamiento nos hizo ver cabras riéndose de nosotros y de nuestra rocambolesca situación. Y ya era lo que nos faltaba.
Aquí es donde comenzamos a apreciar la tremenda diferencia entre el concepto occidental de hogar y la idea de hogar de alguien que, por una extraña mezcla de tradición y necesidad, es nómada y no tiene apenas nada material. Tras un par de minutos de duda e incertidumbre, nos venció el agotamiento y la imperiosa necesidad de parar a pernoctar. Y entonces ocurrió la magia. Aquella familia perdida en mitad de un sitio verdaderamente inhóspito nos ofreció lo que tenían. Compartieron sus gruesas mantas de lana de oveja, su delicioso tajín y su pequeña pero tremendamente eficaz estufa de leña. Dicha estufa, era el centro neurálgico de la actividad de esa diminuta casa de adobe y piedra, que parecía estar desprovista de la más mínima señal de lujo y confort. Sin electricidad ni agua potable, sus básicas pertenencias quedaban tenuemente iluminadas por una única luz de gas portátil y la reconfortante luz de la estufa-cocina de leña. Esa luz hacia del tosco refugio de barro, un palacio cálido y protector.
Lo curioso es que en esa peculiar cena, ninguno entendíamos que nos trataban de decir, lo cual hace que nos esforzárabamos en hablar más alto y vocalizando mejor, como si de esa manera se pudiera solucionar cualquier barrera lingüística. Pero llegamos a un punto en el que las palabras sobraban. Llegó el silencio que en Occidente tanto incomoda, pero que aquí parece lo más natural del mundo. Poco a poco las miradas, las sonrisas y los gestos, dieron paso a una verdadera conversación sin palabras.
La agradable cena con tajín y pan bereber hecho en casa, transcurrió entre varias consultas médicas que nos hizo sacar nuestros bien surtidos botiquines. El resultado fue un vendaje funcional en un esquince de tobillo, un tratamiento para una precaria muela y un eczema. A la verdadera protagonista de aquella inolvidable familia, la dulce y pequeña Jalima, le dimos unas bolsas de caramelos y una bengala de líquido luminescente que hizo que se quedara con la boca abierta unos minutos, hasta que se quedó placidamente dormida en el suelo sobre una manta hecha a mano por las duras manos de su madre.
Todo esto creó una extraña, falsa e hipócrita sensación de haber hecho algo bueno, cuando en realidad no habíamos hecho absolutamente nada más que despojarnos de algo que probablemente nos sobraba. Es más, nos quedó un cierto sabor agridulce. Nuestro equipo moderno y ultracompacto para viajes en sitios remotos , superaba con creces las pertenencias que una familia bereber nómada tendrá en todo su vida. Suena estúpido regalar caramelos y una bengala a alguien que no tiene un abrigo que ponerse en las largas y frías noches de invierno en aquella remota casa hecha sobre la inverosímil premisa de la provisionalidad. Nos preguntábamos ingenuamente, por qué su casa estaba hecha de forma tan tosca y primitiva. Cuando en realidad, viven sin saber si mañana el río bajará lleno de agua y se llevará sus pocas pertenencias. Esa idea de temporalidad, hace que parezca absurdo e irreal pretender hacer planes a medio plazo. Los tres sentimos una profunda vergüenza por criticar frívolamente su teórica falta de ideas sobre los aspectos logísticos de su casa. Cuando en realidad es como vivir en una autocaravana de barro anclada en el suelo de una tierra que cambia y se transforma en menos de veinticuatro horas, como una bestia salvaje a la que nadie osa domesticar.
Resulta paradójico, y al vez frustrante, pensar que para unos es toda una proeza dormir dentro de un establo para cabras con unos aliviaderos en la pared y marcas de agua que indican que las riadas son algo frecuente en esa zona, cuando para otros es un verdadero lujo dormir en tales circunstancias. El equipo de Occidente, con sus potentes máquinas armadas hasta las cejas para poder afrontar casi todos los problemas posibles, contra el equipo Bereber, armado con un turbante, un puñado de leña y algunas cabras. Y os podemos asegurar que nos ganaron por goleada. Otra lección más que da alguien que vive con lo puesto, a alguien que llega con la arrogante idea de que viajar “con lo puesto” es toda una aventura, cuando en realidad, para nosotros era algo circunstancial y transitorio.
Para nosotros, la idea es transportar todo el equipo “necesario” para salir de cualquier atolladero. Para ellos, la idea es aprender y enseñar a su prole a vivir con lo mínimo, a no necesitar nada superfluo. Ellos no luchan contra las inclemencias del tiempo y los caprichos de la naturaleza; las aceptan sin protestar, se adaptan y viven en milagrosa armonía con ella.
Sin duda, aprendimos mucho en este viaje, pero los tres quedamos impactados por alguien que enseña tanto con tan poco. Nosotros con un Ipad de última generación en la bolsa estanca de la moto. Ellos te enseñan con orgullo su única foto. Y esta es, la del carnet de identificación del gobierno marroquí. La única foto que tienen y encima no entienden el texto que la rodea, porque no saben leer ni escribir.
Pero estos tres aturdidos occidentales tendrían que enfrentare a una situación realmente incómoda. La cuestión era como salir de aquella inaccesible zona. Hacia atrás se nos antojaba poco estimulante, ya que suponía rememorar el pequeño infierno del día anterior, pero con mucha menos gasolina y con poco más de medio litro de agua potable para los tres. La alternativa de seguir el río atravesando la profunda garganta rocosa era una opción, pero suponía una trampa aún peor. La única pista de tierra que era distinta a la que habíamos utilizado para llegar allí, era indudablemente el final del camino de cabras que habíamos tenido que abandonar el día anterior por la dificultad técnica que suponía y las limitaciones impuestas por nuestras averías.
Después de algunos momentos de tensión y silencios aderezados por algún que otro paseo exploratorio para valorar sobre el terreno nuestras cada vez más escasas posibilidades de salir de aquella zona sin apoyo externo, decidimos que la única opción razonable era intentar volver por donde habíamos venido. Quizá no fuera la ruta más corta, pero al menos sabíamos a lo que nos enfrentábamos, y en caso de quedarnos sin agua, sabíamos que en aquella zona había nieve, con lo que siempre podríamos recurrir al viejo recurso de hervir nieve para beber agua.
Aquí es donde la admirable tenacidad, paciencia y resistencia de mis compañeros brilló en todo su esplendor. Si no hubiera sido por la tremenda labor de equipo, todavía estaríamos allí. Lo más importante de este viaje no fueron las motos, sino la más absoluta determinación para que las motos siguieran funcionando y rodando después de cada caída. Sin la actuación, exenta de todo ego, de mis compañeros no podríamos haber llegado tan lejos. Es curioso el efecto que causa tener a alguien así a tu lado en situaciones semejantes. Es cierto, que una persona en su sano juicio no se metería solo en semejante lío, simplemente porque el hecho de tener una caída, puede suponer un desenlace algo más que preocupante. Sin cobertura de teléfono y con difícil acceso para vehículos motorizados de rescate, la cosa se puede poner realmente fea.
Por mucho que se prepare y ajuste la lista del equipo necesario, no se pueden cubrir todas las posibles eventualidades. Eso es parte del pacto no escrito con estas tierras. Hay que adaptarse continuamente a las situaciones del terreno y de la climatología. Pretender lo contrario, sería un suicidio programado.
Viajar en moto en condiciones adversas recorriendo el llamado “Marruecos profundo” es algo especial y mágico. La impotencia, la frustración y el cansancio se mezclan en un extraño coctel con las situaciones imprevistas, para eliminar de un plumazo la careta que todos llevamos puesta. Nos deja expuestos, tal y como somos en realidad, aflorando lo mejor y lo peor de uno mismo. En nuestra ordenada vida cotidiana, tenemos muy pocas oportunidades para que esto ocurra. Eso hace aún más atractivo este tipo de viajes. Y la gran paradoja, es que uno piensa que esto es aventura, cuando la verdadera aventura, la viven día a día lo pobladores de esas maravillosas e inaccesibles tierras.
Son las 07:00h. Acaba de sonar la aburrida alarma de nuestros despertadores. Estamos molidos. Toda la noche soñando viajes imposibles. Café, ducha y al trabajo en moto. Pero que raro… las ruedas están llenas de barro. Algo muy extraño ha ocurrido. Ninguno de los tres vimos ningún charco ayer, en nuestro rutinario trayecto al trabajo…
By Caballo Loco