M
M.P.
Invitado
La pregunta es el título de la novela, eso no hace falta que venga yo a decirlo. Y lo que cita el escritor al comienzo de la misma, tampoco voy a ser yo el que lo descubra ahora.
Pero más o menos venía a ser algo así como que las campanas doblan por todos y cada uno de nosotros; por que todos somos parte del mismo mundo, del mismo entorno, del mismo grupo. Por eso cuando alguno de nuestros semejantes desaparece; perdemos un trozo, aunque sea ínfimo, de nuestra alma. La intensidad de la perdida siempre depende del contacto que hayamos tenido con la persona que se marchó. Eso es innegable. Pero también lo es, que más o menos, todos perdemos. Puede que el contacto le limitara a un simple saludo, una sonrisa amable al cruzarse en la calle, o un “lo siento” por un tropiezo.
Es innegable también, que lo que da sentido a la vida es la muerte. Lo efímero de la misma es lo que hace que la apreciemos tanto. Todos sabemos que llegará el momento en el que la perdamos. Algunos sólo pretendemos que la nuestra sirva para algo, que no sea inútil. Pero ninguno, por lo menos, ninguno con los que he hablado, entiende la injusticia de lo que llega en un momento que no es el suyo.
Quizás todo se pueda explicar por la voluntad divina. Quizás fue así como tenía que pasar y así paso. Quizás todo tuvo un porque y una explicación que mi mente de escéptico religioso no llega a entender. Vivir sin fe siempre es más difícil que hacerlo creyendo en alguien que dicta los designios de cada uno. Pero de existir, jamás entenderé las reglas de un Dios que nos da la vida para quitárnosla prematuramente; a nosotros, o a los que nos rodean. Que eso siempre duele más. De no ser una invención de mis mayores, no puedo entender a un Dios que nos hace libres, para después castigarnos por utilizar nuestra libertad.
La vida de los demás sigue, siempre es así. Pero sin los que se fueron seguirá coja. La muerte prematura nunca es justa.
Vuestro Dios sigue sumando apuntes a su cuenta deudora. Algún día, tendrá que saldar cuentas.
A Fermín, a Isabel y a todos los que se fueron antes de tiempo.
Pero más o menos venía a ser algo así como que las campanas doblan por todos y cada uno de nosotros; por que todos somos parte del mismo mundo, del mismo entorno, del mismo grupo. Por eso cuando alguno de nuestros semejantes desaparece; perdemos un trozo, aunque sea ínfimo, de nuestra alma. La intensidad de la perdida siempre depende del contacto que hayamos tenido con la persona que se marchó. Eso es innegable. Pero también lo es, que más o menos, todos perdemos. Puede que el contacto le limitara a un simple saludo, una sonrisa amable al cruzarse en la calle, o un “lo siento” por un tropiezo.
Es innegable también, que lo que da sentido a la vida es la muerte. Lo efímero de la misma es lo que hace que la apreciemos tanto. Todos sabemos que llegará el momento en el que la perdamos. Algunos sólo pretendemos que la nuestra sirva para algo, que no sea inútil. Pero ninguno, por lo menos, ninguno con los que he hablado, entiende la injusticia de lo que llega en un momento que no es el suyo.
Quizás todo se pueda explicar por la voluntad divina. Quizás fue así como tenía que pasar y así paso. Quizás todo tuvo un porque y una explicación que mi mente de escéptico religioso no llega a entender. Vivir sin fe siempre es más difícil que hacerlo creyendo en alguien que dicta los designios de cada uno. Pero de existir, jamás entenderé las reglas de un Dios que nos da la vida para quitárnosla prematuramente; a nosotros, o a los que nos rodean. Que eso siempre duele más. De no ser una invención de mis mayores, no puedo entender a un Dios que nos hace libres, para después castigarnos por utilizar nuestra libertad.
La vida de los demás sigue, siempre es así. Pero sin los que se fueron seguirá coja. La muerte prematura nunca es justa.
Vuestro Dios sigue sumando apuntes a su cuenta deudora. Algún día, tendrá que saldar cuentas.
A Fermín, a Isabel y a todos los que se fueron antes de tiempo.