miquel-silvestre
Curveando
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UCRANIA DESDE EL RETROVISOR
No hace mucho tiempo, la televisión exhibía una batalla campal en el parlamento ucraniano. Para los comentaristas españoles, era el símbolo evidente de que la Revolución Naranja había muerto entre huevazos y bofetones. Ucrania está dando la espalda a Europa, decían consternados. Les entristecía que la guapa Timoshenko, rubia europeista que se peina con una ensaimada en la cabeza, se hubiera quedado fuera del gobierno, con un palmo de narices y la flota rusa en Crimea para muchos años más. Los prorusos se han salido con la suya, vinieron a decir. Y fuera de estos lugares comunes, nadie fue más allá en el retrato. Tengo la impresión de que muchas de estas columnas estaban escritas por gente que no había puesto jamás los pies en Ucrania. Las crónicas para TVE, El País y El Mundo sobre la tormenta política de Kiev estaban redactadas por sus corresponsales en Moscú, que es como si las crónicas sobre Madrid se redactasen en Estocolmo, pues más o menos hay la misma distancia entre las respectivas capitales.
Lo que estos listos de gabinete no saben, o se niegan a saber, es que Ucrania no es Europa. No lo ha sido nunca y jamás lo será. Por geografía, por historia y por sentimiento. Tendrá su tensión antirusa siempre latente, pero eso no la convierte en una nación europea. Polonia, la República Checa o Eslovaquia sí son Europa. Fueron la verdadera Europa, la que mandaba, la del Imperio Austrohúngaro. Luego fueron una Europa invadida, dominada y humillada por la Unión Soviética. En esos países, en cuanto han podido, han mandado al basurero toda la ferralla comunista. Están en un sincero esfuerzo por recuperar su ser. Ucrania es otra cosa. Es algo que se siente nada más cruzar la frontera, algo, darse una vuelta por allí, que los sabihondos deberían hacer, porque no es que ahora Ucrania nos dé la espalda, es que nunca ha pretendido darnos la mano. Además, ¿por qué habría de hacerlo? En caso de conflicto con Rusia, saben que les dejaríamos en la estacada como hemos hecho con Georgia, porque lo del Cáucaso merece capítulo aparte en la historia de la ignominia cobardona de esta Unión Europea SA.
Pero al grano. A lo que se ve del país desde una motocicleta. Entrando por Hungría, el país se muestra boscoso y montuno. Los campos exhiben gran cantidad de colores: verde, amarillo, rojo, violeta. Todo el camino está salpicado de estrellas rojas, monumentos a la victoria contra los alemanes, esculturas dedicadas al agricultor, al soldado, al artesano, al obrero. Sigue en pie toda esa vieja épica musculosa de cuadriculados héroes del pueblo. Lo curioso es que la imaginería soviética coexiste con un fuerte resurgir religioso. Lenin y Cristo conviven frente a frente mientras los habitantes muestran un rostro hostil y antipático. Nadie sonríe en Ucrania.
Nadie salvo los agentes de tráfico. Pero la suya es una sonrisa de hiena. Depredadores insaciables para cobrar sobornos. Su desfachatez demuestra una corrupción consentida por las autoridades. Sería un eficaz modo de conseguir que el servicio público se preste mientras se pagan salarios de miseria a los funcionarios. Ya se encargan ellos de aplicarse al trabajo para completar la escasa paga cobrando directamente de los usuarios. Hacer los primeros ciento cincuenta kilómetros me ha costado un buen puñado de euros. He pagado la novatada. Pronto aprenderé que incluso para la extorsión hay fijadas tarifas aceptables.
Kirovgrado es una ciudad en el centro del país. El hotel Interturist es un mausoleo gris de más de diez pisos. Todas las luces están apagadas. No hay huéspedes. La habitación goza de todas las comodidades que necesitara Breznev: teléfono de bakelita y jergón de medio metro de ancho. Intento cenar pero no encuentro nada comestible salvo un quiosco con terraza donde sirven cervezas y cacahuetes. Los hombres parecen asesinos en serie; las ucranianas tienen tipazo. Se ve que comen poco. Son muy guapas hasta los 25, a partir de ahí las afea la dentadura de oro y el exceso de vodka casero. La camarera no entiende una palabra de inglés pero es muy simpática. Se llama Iluana. Me regala la primera sonrisa sincera.
Me despierto a las cinco. Entra luz a raudales. No hay cortinas, lujo decadente y burgués que sólo aprecian los vagos y los enemigos del pueblo. En el comedor suena música de discoteca. Sale a mi encuentro una empleada malencarada. Me odia y ninguno de los dos sabemos por qué. Entrego mi ticket de desayuno y recibo como premio un plato de pescado de río cocido y arroz blanco con pepinillos. Ahora entiendo tanta hostilidad, esta gente no come fibra vegetal.
Voy hacia el éste, hacia la parte rusa. Es todavía peor. Asombra tanta pobreza. He visto a un tío arando su campo. Sería algo normal si no utilizara a su mujer como animal de tiro. Cada ciudad o pueblo es un atasco de Ladas, Trabants y Dacias. Los camiones echan más humo que Santiago Carrillo en una reunión del Comité Central.
Me dirijo a Mariupol, ciudad vacacional a orillas del Mar de Azov. Cuando llego donde se supone que está la playa, solo encuentro un horizonte de chimeneas humeantes y grúas portuarias. A los ucranianos no parece importarles. Se tumban felices en una arena gruesa mezclada con cenizas. Los veraneantes se bañan en estas aguas oleaginosas mientras su pálida piel contrae enormes melanomas. Me siento en una terraza a tomar una cerveza de sabor deleznable. Una cuadrilla de rapados delincuentes se acerca a examinar la moto. “¿Amerikanski?” preguntan entusiasmados. “No”, contesto, “Español”. En su visible mueca de decepción se puede leer el hondo afecto que sienten por Europa.

No hace mucho tiempo, la televisión exhibía una batalla campal en el parlamento ucraniano. Para los comentaristas españoles, era el símbolo evidente de que la Revolución Naranja había muerto entre huevazos y bofetones. Ucrania está dando la espalda a Europa, decían consternados. Les entristecía que la guapa Timoshenko, rubia europeista que se peina con una ensaimada en la cabeza, se hubiera quedado fuera del gobierno, con un palmo de narices y la flota rusa en Crimea para muchos años más. Los prorusos se han salido con la suya, vinieron a decir. Y fuera de estos lugares comunes, nadie fue más allá en el retrato. Tengo la impresión de que muchas de estas columnas estaban escritas por gente que no había puesto jamás los pies en Ucrania. Las crónicas para TVE, El País y El Mundo sobre la tormenta política de Kiev estaban redactadas por sus corresponsales en Moscú, que es como si las crónicas sobre Madrid se redactasen en Estocolmo, pues más o menos hay la misma distancia entre las respectivas capitales.

Lo que estos listos de gabinete no saben, o se niegan a saber, es que Ucrania no es Europa. No lo ha sido nunca y jamás lo será. Por geografía, por historia y por sentimiento. Tendrá su tensión antirusa siempre latente, pero eso no la convierte en una nación europea. Polonia, la República Checa o Eslovaquia sí son Europa. Fueron la verdadera Europa, la que mandaba, la del Imperio Austrohúngaro. Luego fueron una Europa invadida, dominada y humillada por la Unión Soviética. En esos países, en cuanto han podido, han mandado al basurero toda la ferralla comunista. Están en un sincero esfuerzo por recuperar su ser. Ucrania es otra cosa. Es algo que se siente nada más cruzar la frontera, algo, darse una vuelta por allí, que los sabihondos deberían hacer, porque no es que ahora Ucrania nos dé la espalda, es que nunca ha pretendido darnos la mano. Además, ¿por qué habría de hacerlo? En caso de conflicto con Rusia, saben que les dejaríamos en la estacada como hemos hecho con Georgia, porque lo del Cáucaso merece capítulo aparte en la historia de la ignominia cobardona de esta Unión Europea SA.

Pero al grano. A lo que se ve del país desde una motocicleta. Entrando por Hungría, el país se muestra boscoso y montuno. Los campos exhiben gran cantidad de colores: verde, amarillo, rojo, violeta. Todo el camino está salpicado de estrellas rojas, monumentos a la victoria contra los alemanes, esculturas dedicadas al agricultor, al soldado, al artesano, al obrero. Sigue en pie toda esa vieja épica musculosa de cuadriculados héroes del pueblo. Lo curioso es que la imaginería soviética coexiste con un fuerte resurgir religioso. Lenin y Cristo conviven frente a frente mientras los habitantes muestran un rostro hostil y antipático. Nadie sonríe en Ucrania.

Nadie salvo los agentes de tráfico. Pero la suya es una sonrisa de hiena. Depredadores insaciables para cobrar sobornos. Su desfachatez demuestra una corrupción consentida por las autoridades. Sería un eficaz modo de conseguir que el servicio público se preste mientras se pagan salarios de miseria a los funcionarios. Ya se encargan ellos de aplicarse al trabajo para completar la escasa paga cobrando directamente de los usuarios. Hacer los primeros ciento cincuenta kilómetros me ha costado un buen puñado de euros. He pagado la novatada. Pronto aprenderé que incluso para la extorsión hay fijadas tarifas aceptables.

Kirovgrado es una ciudad en el centro del país. El hotel Interturist es un mausoleo gris de más de diez pisos. Todas las luces están apagadas. No hay huéspedes. La habitación goza de todas las comodidades que necesitara Breznev: teléfono de bakelita y jergón de medio metro de ancho. Intento cenar pero no encuentro nada comestible salvo un quiosco con terraza donde sirven cervezas y cacahuetes. Los hombres parecen asesinos en serie; las ucranianas tienen tipazo. Se ve que comen poco. Son muy guapas hasta los 25, a partir de ahí las afea la dentadura de oro y el exceso de vodka casero. La camarera no entiende una palabra de inglés pero es muy simpática. Se llama Iluana. Me regala la primera sonrisa sincera.
Me despierto a las cinco. Entra luz a raudales. No hay cortinas, lujo decadente y burgués que sólo aprecian los vagos y los enemigos del pueblo. En el comedor suena música de discoteca. Sale a mi encuentro una empleada malencarada. Me odia y ninguno de los dos sabemos por qué. Entrego mi ticket de desayuno y recibo como premio un plato de pescado de río cocido y arroz blanco con pepinillos. Ahora entiendo tanta hostilidad, esta gente no come fibra vegetal.

Voy hacia el éste, hacia la parte rusa. Es todavía peor. Asombra tanta pobreza. He visto a un tío arando su campo. Sería algo normal si no utilizara a su mujer como animal de tiro. Cada ciudad o pueblo es un atasco de Ladas, Trabants y Dacias. Los camiones echan más humo que Santiago Carrillo en una reunión del Comité Central.

Me dirijo a Mariupol, ciudad vacacional a orillas del Mar de Azov. Cuando llego donde se supone que está la playa, solo encuentro un horizonte de chimeneas humeantes y grúas portuarias. A los ucranianos no parece importarles. Se tumban felices en una arena gruesa mezclada con cenizas. Los veraneantes se bañan en estas aguas oleaginosas mientras su pálida piel contrae enormes melanomas. Me siento en una terraza a tomar una cerveza de sabor deleznable. Una cuadrilla de rapados delincuentes se acerca a examinar la moto. “¿Amerikanski?” preguntan entusiasmados. “No”, contesto, “Español”. En su visible mueca de decepción se puede leer el hondo afecto que sienten por Europa.